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En filosofía, las falacias son, básicamente, engaños o mentiras. Se trata de esconder algo, bajo una falsa de idea de verdad. Hay una falacia muy curiosa que consiste en decir que algo es verdad porque un fulano importante dijo que era así. O que algo evidentemente cierto, es mentira, porque nos cae mal quien lo dijo. A eso se le llama, falacia Ad Hominen.
Caemos en ellas todo el tiempo ¿Las razones? El orden con el que priorizamos los valores. Tenemos una suerte de pirámide ética, estética, política, económica, racial, sexual y hasta geográfica, que determina qué tiene peso en una sociedad. A quién oímos y a quién no.
En estas culturas le damos más crédito a alguien porque que tiene un cargo relevante, porque escribió un libro, porque es el hijo de alguien influyente o porque tiene más plata, porque es extranjero o porque habla de manera rimbombante. Pesa más un hombre que una mujer, un profesor de Harvard que uno de la Nacional, un señor que estudia papas que un señor que las cultiva, un científico que escritor, un conferencista que un empresario, un Instagramer que el DANE. Esto es reprochable cuando, en un debate o una discusión, se silencia o desmiente a otro porque su idea es contraria o diferente a la de uno de estos autores o persona.
Hubo épocas donde ser filósofo era importante, donde los artistas eran escuchados cuando se hablaba de política, donde se creía más en los oráculos que en los profesores. Y la verdad, no sabemos cómo será en adelante. Por eso mejor empezar a oírnos todos.
No quiero decir con esto que no existan ideas de personas con más peso que otras. Sí las hay, porque han estudiado profundamente un tema, porque han vivido una experiencia en carne propia de la que saben o porque han hecho comprobaciones científicas. Pero lo que también es cierto es que, cada vez más, se considera a cualquiera un experto al que todos tenemos que creerle al pie de la letra. El hecho de haber tenido el privilegio de ser publicado o la buena suerte de conseguir un mejor trabajo, o de haber sido bendecido con linaje político o empresarial no significa que se tiene la verdad revelada y que por ello los demás deban guardar silencio. Cuando el debate no es entre científicos o sabios expertos, todas las ideas pueden ser sometidas a la escucha y la confrontación.
Debemos, entonces, tener más rigor con los argumentos que consideramos irrefutables, con las personas a las que les damos toda la razón. Debemos empezar por preguntarnos también por qué no confiamos en nuestras propias ideas y si nuestras experiencias y visiones del mundo también tienen valor para ser puestas sobre la mesa.
Podemos confiar un poco más en nuestra intuición, en lo que, aún cuando contradiga lo que dijo el autor de un libro, nos dice otra cosa.
Siempre es necesario ampliar los horizontes del propio pensamiento, leer a otros, escuchar a distintos, viajar para comprender, moverse para confrontar, preguntarse para expandir. Pero también siempre tenemos un lugar nuestro al cual recurrir: nuestro propio conocimiento, nuestra cabeza. Esa donde nacen las ideas y donde hay creatividad.
Podemos confiar más en nuestra capacidad para interpretar realidades, para idear, para profundizar en conceptos y emitir opiniones, y saber que nuestros argumentos, tampoco son una verdad que otra persona pueda usar en una falacia ad hominem; son simplemente los nuestros.
No hay que citar a otros todo el tiempo, pero tampoco que nos citen. Todos estamos en el viaje hacia el conocimiento. Entregarle a otro la condición de sabio, de maestro o de sabedor, le carga un peso enorme sobre su espalda. Ya no se puede equivocar, ni cambiar de opinión o rebatir sus ideas, y menos buscar nuevas respuestas para ampliar su mirada. Les pedimos que nos “sostengan” lo que dijeron, que sean coherentes siempre. Los ponemos tan arriba, que terminamos por hacerle daño a ellos y al mundo de las ideas, que no se expande. Porque ellos se empiezan a repetir y repetir como loros. Dicen lo mismo que hace cinco, diez o veinte años. Y tienen “followers” que los defienden por eternidades.
Tal vez valga la pena entender que todo lo que vamos conociendo es valioso. Que lo que dicen otros, aun cuando nadie los haya publicado, es importante. Que nadie conoce la verdad absoluta de nada, porque hasta en la ciencia se se equivocan y a eso le llaman avanzar. Recordemos que fueron científicos también lo que decían que el sol le daba la vuelta a la tierra.
Todos estamos descubriendo el mundo. Unos escriben lo que observan, razonan sobre ello y lo ponen en común para compartir con otros. Pero eso no significa que se les fue dado el santo grial de la verdad. Las ciencias sociales son observaciones y comparaciones del mundo; la historia se compone de narraciones siempre incompletas; la música, de creaciones constantes; el lenguaje es una construcción social. Así que, a no ser que hablemos de química, de matemáticas, de biología, de geología o de cualquier ciencia exacta, todo puede conversarse con todos, porque sobre nada hay una verdad revelada.
Incluso en la ciencia ha sido revelado que el observador cambia lo observado.
Casi todo es tan subjetivo, que escucharnos es inminente para aprender. Creer todo porque lo dijo un señor importante o el autor de un libro, es una locura.
No hay que creer todo, y menos porque lo dijo tu persona favorita, o dejar de creer porque no te gusta alguien. Es posible empezar a convertirse en esa persona favorita, porque todos sabemos algo.