Somos apasionados, es normal. El corazón nos late más rápido y más fuerte de lo acostumbrado cuando hablamos de nuestro candidato o candidata. Lo queremos defender con todos los argumentos posibles y convencer al que está frente a nosotros de que es, sin duda, la mejor opción para el país y de que debería votar por éste.
Esa pasión nos ayuda a defender ideas, a tratar de comprender temas difíciles y llevarlos a un lenguaje claro para sumar apoyos, y a agitar las banderas del movimiento político que agrupa a las personas con las que militamos. Permite, sobre todo a los que se meten de manera más directa en esas lides además, trabajar horas extras en lo que sea con tal de que la campaña tenga éxito.
Ahora bien, esa misma pasión que tantos beneficios conlleva, nos puede traer problemas.
Es un hecho que nos estamos atacando y que no siempre ha sido con buenos argumentos. Nos hemos maltratado y dicho cosas fuertes que, muchas veces, basadas en mentiras o tergiversaciones, terminan en insultos. Estamos participando de una forma de negación de la democracia.
No podemos hacer parte de las histerias colectivas. Si creemos en la política como vehículo de diálogo y resolución de conflictos, debemos promover formas sanas de participación y conversación alrededor del destino del país. No es con señalamientos, gritos o bullying electoral como aportamos a la lucha por la libertad, el cuidado de las instituciones y la defensa de la dignidad del ser humano, cosas en las que, estoy seguro, todos creemos.
Sabemos que ningún candidato es infalible y, de hecho, debemos temerle a quien se presente como tal. Así que, sabiendo esto, podríamos empezar a reconocer cosas buenas en los demás, que sean tenidas en cuenta, gracias a nuestra presión, por quien termine siendo el ganador de la contienda.
Todos tenemos incertidumbre, ansiedad y, en el peor de los casos, miedo por el futuro del país. Esos mismos sentimientos negativos se conjugan con la esperanza de recorrer un camino que permita que Colombia avance y haga frente a todos los males que la aquejan. Pero no pueden ser dichos sentimientos los que nublen nuestra razón y nos impidan tender puentes, entablar conversaciones, promover ideas incluyentes y dejar a un lado nuestras diferencias para ayudar a que nuestro país cuide y mejore su democracia imperfecta y dé pasos hacia la reconciliación.
Es que, aunque parezca obvio, Colombia es el país de todos y no hay nada más importante para el bienestar individual y colectivo que el hecho de que sea bien gobernada.
En una competencia electoral es claro que algún candidato ganará y, con él, todos sus seguidores. Lo importante es que, quien gane, no haga perder al resto. Porque entre vencedores y vencidos, no hay camino de unión posible.