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Corro pensando en los incendios devorando bosques y me asfixio. Mis pulmones se nublan a medida que mi mente se adentra en el humo, más allá del naranja enfurecido de las llamas que a lo lejos desaparecen la montaña —ese frío anonimato—, evocando cada nido con sus pichones ahogados, el pavor, el desconcierto, el dolor y los aullidos de cada animal y cada árbol, ardiendo.

Cincuenta y seis horas resistieron esas llamas arrasando treinta hectáreas verdes y toda la vida que albergaban en el oriente de Medellín. Lo mismo pasó hace unos días con más de treinta mil hectáreas de la Reserva Nacional de Mojave en California, en el peor incendio del que se tiene registro allí, destruyendo los bosques de árboles de Josué, muy difíciles de recuperar. Ya son nueve millones de personas con restricciones de agua en España por la sequía. Y un experto describió la temperatura marina explicando que para muchas especies “es como si hubiese un incendio forestal en el mar”. Cada que abro un portal de noticias hay una nueva catástrofe relacionada con el clima, además de los récords de calor en ciudades que empiezan a utilizar la palabra “inhabitable”, no como parte de una distopía futura, sino como una realidad próxima.

“Y no llegamos a hablar de los incendios en Túnez, Grecia o Italia. Tampoco del dengue, disparado en Perú por cuenta del cambio climático, o de los niños muriéndose en la Guajira, al norte de Colombia, ya no solo por desnutrición sino también por las sequías. No hablamos de bosques en llamas, ni de desplazados huyendo entre nubes de polvo. No hablamos de damnificados ni de escombros, tampoco de madres abandonando su propia casa incendiada con bebés en los brazos”, escribió Melba Escobar en una columna sobre cómo creció en una Bogotá en la que esperaba el autobús para el colegio vestida como un esquimal, en comparación con la ropa veraniega que utiliza su hija hoy.

Se pregunta ella por qué estamos tan paralizados. Pareciera que nos gusta llegar casi a la inconsciencia para reaccionar. Nunca vino mejor la expresión de estar contemplando la casa en llamas. Pero es que somos la sociedad que cambia selvas verdes por grises, la que cría gente adicta a prenderle fuego a la belleza, la que prioriza la comodidad y está convencida de que son asuntos de un futuro que seguro alguien solucionará justo a tiempo. Mientras tanto, que arda el dolor que no es nuestro, que bosques, animales, casas ajenas y paisajes completos se reduzcan a cenizas. El mundo como una olla hirviendo que nadie quiere cargar (y que estallará).

Hablaba la poeta Patti Smith en el podcast A fondo sobre una obra que grabó en honor a los niños de Chernóbil, inspirada en la impresión que le causó el hecho de que en esa región de bosques destruidos tras el accidente nuclear, hoy hayan vuelto a crecer árboles que producen frutas hermosas que no se pueden comer ni tocar por su radiactividad. Qué terrible metáfora de nuestro tiempo, decía ella, y tenía razón. No nos ha bastado la belleza, nos hemos empeñado en una producción desaforada que enaltezca el poder, y al poder le gustan los tronos artificiales que nadie puede tocar. Las maravillas que hemos conocido serán museo.

Pienso en el Matadero de cristal que imaginó Coetzee para que la gente viera el sufrimiento que había tras lo que se comía. Oigo el alarido del bosque, el chillido de los animales, la madera y las hojas en llamas que todos deberíamos poder oír y ver para no olvidar nunca. “No puedo evitar la sonrisa irónica al pensar en la culpa que cargamos quienes sobrevivimos en el menos peor de los mundos en este planeta”, concluía la escritora Melba Escobar, y a mí me cuesta tragar, corriendo en el paraíso rodeada de agua, flores, árboles y pájaros, mientras el cielo se asfixia con las cenizas de sus hermanos.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/catalina-franco-r/

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