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Tan poca vida y mis amores

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“Creo que el único truco de la amistad es encontrar personas que sean mejores que tú, no más inteligentes, ni más geniales, sino más amables, más generosas y más clementes, y luego apreciarlas por lo que pueden enseñarte, y tratar de escucharlos cuando te dicen algo sobre ti, por malo o bueno que sea, y confiar en ellos, que es lo más difícil de todo. Pero lo mejor, también.”

Hanya Yanagihara

Me acuerdo cuando la mamá me enseñó a leer. También cuando cogió marcadores borrables y me enseñó como escribir mi nombre usando el vidrio de la ventana de la sala como tablero.

El gusto por la lectura se lo hederé a mi abuela paterna. Los fines de semana que me iba a dormir a su casa escuchaba como se paraba a las cuatro de la mañana para leer los últimos estudios publicados; “una buena doctora nunca para de aprender”. Luego nos íbamos a la cocina y hacíamos pancakes con manzanas verdes caramelizadas; nuestra especialidad. Ella se tomaba el café, yo me tomaba un vaso de leche, y ambas sacábamos nuestros libros y leíamos mientras comíamos en el patio de su casa. Parábamos cuando leíamos algo interesante, y nos contábamos qué había pasado con tal personaje, o con tal otro.

Fueron muchos años que andaba para arriba y para abajo con un morro de libros. Los tenía en una esquina de mi cuarto, y la mamá siempre me hacía escoger “máximo tres” para llevar en el carro, a la casa de mis amigos, en los viajes, o a la casa de mis abuelos. A la casa de la abuela sí podía llevar cuantos quisiera, porque se sabía que no los estaba llevando “a pasear.”

Entonces, crecí con un amor profundo por la lectura. Me quedaba despierta después de las diez de la noche, que era la hora de dormir, con una linterna leyendo debajo de la cobija para que mis papás no se dieran cuenta, aunque una vez me descubrieron porque me puse a llorar luego de que un personaje se muriera. Una vez me castigaron quitándome la lectura durante una semana, con la excepción del libro del plan lector. Los años en el colegio, como ya he contado en columnas anteriores, no fueron siempre los mejores. Hubo muchos momentos de tristeza, de dolor y de decepción, pero entre las páginas de los libros encontraba la escapada que tanto necesitaba.

Nunca me había sentido tan consumida por un libro que cuando leí Tan poca vida por Hanya Yanagihara el mes pasado. Es un libro denso, de más de ochocientas páginas, pero lo leí entre viajes. En el bus, en el apartamento, en el hotel, en la playa, en la piscina. Lo leí con calma y saboreándolo, sin prestarle atención a ese afán tan estúpido de tener que leer mucho en muy poco. Llegué a conocer al personaje principal, Jude, y a sus amigos, y en este grupo de cuatro hombres encontré también un reflejo de mi grupo de amigas.

Cuando me terminé el libro no pude evitar buscar información sobre el proceso de concepción de la historia, la inspiración de la autora, el porqué de tirarle tan duro a un hombre tan amable y empático. Porque, aunque no contaré lo que pasa, sí puedo decirles que su sufrimiento fue tan profundo que se sintió innecesario. “¿Cómo le puede pasar tanto a un ser humano en una sola vida?,” me preguntaba. Entonces no, esta no es una columna para decirles que se lean este libro. Sí, ahora es mi libro favorito, pero jamás le desearía a nadie lo que sentí mientras lo leía.  

Pero, más allá de la historia desgarradora y confrontadora que es, Tan poca vida se trata sobre amistad, y es lo más acertado que he leído hasta ahora sobre estos compañeros y compañeras de vida que se cruzan en nuestros caminos. Porque se nos ha vendido la amistad como si fuera eterna, como si fuera a muerte y estable, como si un requisito para ser amigos de verdad sea aguantar nuestros caprichos y defectos. Pero quien ha tenido la suerte de tener amigos durante muchos años sabe que no es así.

La amistad también es el producto de los esfuerzos de varias partes, y no, no debería ser incondicional, aunque sí debería ser “hasta que la vida nos separe”. Porque cualquier amistad, por más sólida que sea, más fuerte y longeva, sigue siendo el encuentro de dos individuos, y sí puede existir el momento en el que la vida toma diferentes rumbos, y las personas se alejen o se encuentren. Porque caemos en la trampa de asumir que nuestros amigos estarán siempre, que cuando los necesitemos no es sino llamarles, que siempre nos cuidarán los estragos amorosos, nos invitarán a fiestas, y nunca se va a disolver ese lenguaje secreto que solo conocemos, en mi caso, las cuatro. 

La romantización de la amistad me parece peligrosa. Porque, así como los personajes de Tan poca vida, yo también he tenido amistades que se acaban, aunque no por una pelea ni por un malentendido. También me he reencontrado con personas años después de que dejamos de hablar, y también me he reconciliado con la idea de que no todo es para siempre. Que lo único que tengo, tangible y real, es el presente. Y que mañana cambiará todo. 

No me malinterpreten, mis amigos y amigas son los amores de mi vida. Les debo todo y más, y lo mejor es que sé que todo lo que han hecho por mí no espera retribución: las veces que me tuvieron que cocinar porque no me paraba del sofá; abrazarme mientras se me pasaba el ataque de pánico; los museos en los que me tuvieron que esperar mientras admiraba cada esquina de una escultura que no les interesaba mucho;  escucharme hablar una y otra vez sobre el mismo tema, sin peros ni reproches. También sé, como dice Yanagihara, que son afortunadamente mucho mejores que yo; en todo. Y esas personas son las que quiero tener, si no mañana, hoy. Y el presente es todo lo que quiero, y todo lo que tengo. Entonces, les amo con todo.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/salome-beyer/

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