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Aquello de escuchar, ¿para cuándo?

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Nos insisten en aprender a expresarnos en público. En cualquier rincón de internet se ofrecen cursos donde nos enseñarán a hacer presentaciones efectivas. Las universidades proponen cursos de comunicación asertiva y en las organizaciones ponderan en la selección a quienes “saben hablar”.

Todo muy importante. Pero, aquello de escuchar, ¿para cuándo? No nos enseñaron a escuchar. A los niños les corrigen la pronunciación, les dicen “así no se dice”; pero, no les dan indicaciones para escuchar. Y me refiero a este verbo como una acción compleja. Escuchar, en el sentido más amplio posible, lo que implica varios movimientos.

El primero, abrazar el silencio y escucharse a sí mismo. Ponerse atención. Darnos cuenta de que el cuerpo también nos habla y nos manda señales. Ese movimiento hacia adentro es exigente porque nos obliga a pausar y nos expone a nuestras propias incoherencias.

El segundo movimiento es aprender a escuchar a otros. Esta es una de las necesidades más comercializadas. Nos prometen decálogos para algo que denominan “escucha activa”; nos dan técnicas: mirar a los ojos, asentir después de que el interlocutor termine su frase; sonreír… en fin, recetas homogéneas que terminan por hacer de la escucha una acción insípida. 

Lo que conseguimos entonces es que una conversación se convierta en pequeños monólogos. Esperamos nuestro turno para hablar (en el mejor de los casos, porque también somos expertos en interrumpir) y contestamos lo que ya está en nuestra cabeza, aunque no tenga mayor relación con lo que el otro viene diciendo. Aprendemos, muy pronto, a imponer la razón y las justificaciones. Necesitamos ser escuchados, pero poco ofrecemos a otros la resolución de esa necesidad: no los escuchamos. ¡Escúchame, escúchame, escúchame!, imperativos que exigimos; pero, te escucho, te atiendo, te acompaño, te comprendo son cada vez más escasos.

El tercer movimiento que nos cuesta es escuchar al mundo, lo que pasa en nuestros contextos. Este es bastante difícil porque en medio de tanto ruido nos confundimos. Estas ciudades cada vez están más atiborradas de sonidos altos que distraen y que ofuscan. Parlantes por todas partes: desde la iglesia que se oye en todo el barrio, hasta la competencia de bafles de bares en cualquier calle. Pantallas y celulares a toda, no importa si es un espacio privado o público. Parece que el silencio es, cada vez más, un asunto de lujo.

Escuchar tiene una belleza adicional: no se escucha solo con los oídos sino con todos los sentidos. Por lo tanto, este aprendizaje implica que aquella acción que empieza adentro de nosotros avanza hacia afuera: nos abre el mundo. Nos saca de la sí mismos para relacionarnos con todo aquello que está más allá de nuestros límites. Escuchar también es observar; es oler; es tocar. Es, en últimas, la acción de un ser generoso que supera, por momentos, la tentación del egoísmo. Un ser que es capaz de atender, con el corazón dispuesto, al otro que tiene en frente, porque reconoce en la relación con aquel el maravilloso vínculo de la humanidad.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/maria-antonia-rincon/

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