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El sonsonete del Guatapurí

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Los aprendí a escuchar detrás del sonsonete del río. Para mí han tenido un olor implacable a sancocho, y nunca en la historia ­­–me gustaba pensar–, se han escuchado desde el frío. Me gustaba aislar sus instrumentos. La caja retumba escondida, marcando, como el corazón, los pasos pesados de las letras. La guacharaca chilla como las chicharras en los campos del Cesar cuando el día se atreve a llegar a las cinco de la tarde. El acordeón es la estrella; la voz, la razón. Su melodía siempre suena clara, juguetona, excitable. Pero me he dado cuenta de que todos los vallenatos tienen una melancolía insoportable mucho más allá de sus instrumentos.

Los compositores atrapan el presente y se escriben de cara. No se prestan para la imaginación de su audiencia. Evocan promesas de un pasado.

Que, si yo moría primero él me hacía un retrato

O, si él se moría primero le sacara un son

Enfrentan la muerte y la eterna lucha contra el tiempo desde los dolores palpables.

Y ahora mi ahijado me pregunta

Padrino dónde está papá

Más que nada, nunca olvidan la alegría y la nostalgia inmortal de todos los costeños del país.

Mira mi vida, qué mañana tan serena

Qué mañana tan lluviosa

Que me dan ganas de llorar

Los símbolos de esa tierra mágica cuyo valle se esconde debajo de esa sierra blanca están presentes en los corazones que la pueblan. Su río Guatapurí, alumbrado por el resplandor de la Sirena de Hurtado cuenta un mito para alejar a los niños de las aguas turbias y marrones del río cuando el sol cae. Los pueblos que rodean esa capital caliente le siguen el paso en su folclor. La nutren de historias, en versos rimados, repetidos, de amoríos juveniles, de siestas juiciosas, y de nostalgias lejanas.

Mucho se puede comentar sobre las letras de los vallenatos. Sobre su machismo impune y abismal. Sobre su laxitud con las infidelidades y las picardías excesivas, que lleva a las juventudes a seguir levantando las copas en nombre del negra no me celes tanto, déjame gozar la vida. Quiere estudiar el pasado y el presente patriarcal del folclor vallenato, convierte las canciones en radiografías del estado de la cultura que, como el mundo entero, parece marchar hacia la emancipación de ese radicalismo masculino. También, la celebración sin asteriscos de compositores míticos que abusaron de mujeres, muchas veces menores de edad, es un problema casi imposible, no solo para todos los vallenatos, sino para mí también.

Pero esa melancolía imponente de los vallenatos captura esa realidad agridulce de Colombia como nada más. Evoca esa riqueza cultural y natural, que nunca ha podido escapar de los ríos de sangre y de los odios inhumanos. La candidez de sus ritmos cuenta la historia de un país de alegrías simples, pero también de dolores profundos y de realidades difíciles. Y, lo más difícil, es que como sus coros, esos dolores, parecen repetirse siempre sin posibilidad de escape.

Lo que tengo por seguro es que nada evocará nostalgias en mi corazón como el primer verso de Lunita Sanjuanera, que movía hasta las entrañas a mi abuela eterna, que disfrutó y vivió Valledupar desde su primer hasta su último día.

Calles de mi pueblo

llenas de alegría

dile que la quiero

que yo la quiero

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/juan-felipe-gaviria/

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