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¿De la ciudad al campo?

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No podemos seguir con modelos de producción envejecidos y anticuados, donde los derechos humanos son un término desconocido —por no decir ignorados—, los pagos justos una utopía y la formación y especialización en agro  un esfuerzo mínimo con bajísimos estándares educativos.

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El campo en todas partes del mundo ha dejado de ser atractivo para los jóvenes. El fenómeno de la migración del campo a la ciudad es global. No pasa solo en Colombia donde el 12% de los jóvenes rurales encuentran más razones para irse a una gran ciudad que para quedarse en sus pequeños pueblos. Y aunque las razones varíen de país a país, lo cierto es que el fenómeno ocurre igual en muchos lugares. Por eso se han acuñado términos como la España vaciada o el éxodo rural francés.

Es natural que en un mundo que ofrece la mayor cantidad de servicios alrededor de las ciudades en términos educativos, sanitarios y de ocio, las personas quieran desplazarse a ellas para vivir. Sucede desde tiempos remotos en las más antiguas civilizaciones.

No todos los motivos están asociados al desplazamiento forzado o al conflicto armado como algunos lo han querido hacer ver. La realidad es que quien logre empatizar con un joven que nace en un pueblo de menos de mil habitantes, es capaz de entender que estos migrantes, queriendo ampliar los horizontes personales y profesionales, se desplacen a alguna ciudad más densa y viva.

Muchos esfuerzos se han hecho para que el fenómeno se detenga o por lo menos que se reduzca, pero la verdad es que la globalización, la digitalización y los incentivos al desarrollo, siguen siendo mucho más importantes que cualquier intento por retener poblaciones mediante la instalación de algunos servicios públicos en municipios o pueblos pequeños y alejados.

He podido recorrer alguna parte de Colombia tratando de comprender mejor las razones por las cuales esto sucede y buscando soluciones para que las migraciones masivas empiecen a disminuir. Sin embrago, con el paso del tiempo, y después de recorrer pequeñas poblaciones en mi país y en otros continentes, he empezado a cambiar mi perspectiva sobre la migración rural.

En primer lugar he comprendido —repito— que es un fenómeno global y antiguo. Ya ha pasado, está pasando y pasará. Y aunque esto no elimine la preocupación, si amplia la perspectiva.

En segundo lugar, mi reflexión apunta a que los temores de esta migración están asociados principalmente a asuntos productivos del mundo agroindustrial.  Los migrantes saben que pertenecen a la población de mano de obra “barata” que vive en poblaciones de municipios aislados y que sus oportunidades son limitadas allí. Con la llegada del conocimiento y el internet como una ventana al mundo, es apenas obvio que las personas se quieran ir, dejando a los empresarios agrícolas sin esos trabajadores “baratos”, y estos, los empresarios del agro deberían reflexionar, innovar y adaptarse a tal situación como lo han hecho en los países más desarrollados como respuesta a las migraciones que sucedieron en sus territorios.

La tecnología agrícola llega así: con sacudidas y cambios culturales. Lo mismo pasa con la formación especializada y los pagos justos por labores difíciles y a destajo. Como todo en el mercado, la menor oferta y mayor demanda elevan los costos para adquirir lo que antes dábamos por sentado y se vuelve urgente reinventar los modelos de negocio.

Siendo así, me parece apenas justo que las labores del campo empiecen a ajustar los precios al alza y que se empiecen a demandar mejores condiciones en el trabajo. No será fácil para los modelos de negocio con bajos márgenes y altos costos, pero sin duda los invitará a crear, a pensar por fuera de la caja y a actualizarse.

No podemos seguir con modelos de producción envejecidos y anticuados, donde los derechos humanos son un término desconocido —por no decir ignorados—, los pagos justos una utopía y la formación y especialización en agro  un esfuerzo mínimo con bajísimos estándares educativos, por no hablar de las responsabilidades del estado en términos de seguridad, incentivos financieros e infraestructura.

En Colombia siempre se ha hablado de su potencial agrícola, y en eso se ha quedado: en potencial. La verdad es que poco se ha avanzado y son escasas las apuestas decididas por tecnificar y dignificar aquello en lo que somos tremendamente fuertes: nuestro capital natural. Muestra de ello es que la agricultura es el sexto renglón en el PIB con un aporte de alrededor del 7%.

El 80% de los alimentos que consumimos en el país proviene de nuestro campo. Tenemos una oportunidad importante de crecimiento tanto de consumo interno como de exportación. Pero todos los esfuerzos tienen que estar puestos en crear una ruralidad y una agroindustria regenerativas, competitivas, tecnificadas y dignas para quienes trabajen en el sector.

Además de tecnología, infraestructura, sistemas de riego y educación de calidad y pertinente en el campo; las ciudades deben hacerse más preguntas sobre su rol en el desarrollo rural.

Hay que ponerse las botas y direccionar todo el talento (que lo hay en abundancia) al servicio de nuestro potencial agrícola; despertar y priorizar el interés en los profesionales urbanos, y literalmente:  poner los ojos y los pies en la tierra. Cuando nos volquemos a que las aspiraciones apunten y se acerquen a la producción sostenible de alimentos, más que a desarrollar y montar startups urbanas entonces ya habremos ganado mucho. Y las migraciones intelectuales serán inversas. De la ciudad al campo. ¡Si es posible!

Algunos empresarios visionarios lo vieron hace un tiempo y han dicho que “sin campo no hay ciudad y sin ciudad no hay campo”.  Y es que es en esta relación estrecha donde se intercambian conocimientos es donde reside la fuerza de países como Israel que tienen toda la innovación y los mejores talentos mirando el agro y logrando desarrollos tremendamente interesantes.

¿Qué tal si empezamos a reflexionar con más profundidad sobre los lideres de una Antioquia rural o incluso de una Medellín 70% rural? ¿Qué tal si invitamos a los jóvenes de las ciudades a mirar el campo? ¿Qué tal si normalizamos la migración, pero procuramos que sea atractivo regresar después una formación urbana? ¿Qué tal si tenemos las mejores universidades para el campo? ¿Qué tal si llevamos toda la potencia tecnológica y emprendedora, al servicio de la naturaleza? Eso somos, un país verde y rico, es hora de que el tema no sea el ultimo de las agendas públicas y el invisible del sector privado.

Otros escritos por esta autora: https://noapto.co/juana-botero/

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