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Cuando yo tenía tres años, fui con mi mamá a ver a mi papá jugar fútbol. Mi papá era el arquero de su equipo y ese día en particular le metieron seis goles. Yo no me acuerdo de esto, pero mis papás me cuentan que desde la tribuna yo lloraba a los gritos, rogándole a los jugadores del otro equipo que no hicieran más goles, diciéndoles entre lágrimas que era mi papá el del arco.
Desde que nací había ido prácticamente todos los fines de semana con mi mamá a verlo jugar. O fútbol, o béisbol o softball. Y si no tenía partidos los fines de semana, mi papá y yo nos íbamos a caminar, montábamos en bicicleta, jugábamos voleibol. Siempre supe que mi papá era deportista; ha estado en la selección Antioquia de béisbol desde los siete años, y estuvo en la selección Colombia durante mucho tiempo. Llegaba después de las 10 de la noche a la casa luego de los entrenamientos, y como sabía que a mí me molestaba, me abrazaba mientras las gotas de sudor todavía bajaban por su frente a darme las buenas noches.
Aunque en mi adolescencia odiaba ir a la tribuna, mi mamá me obligaba, y así fue como me criaron. De tribuna en tribuna, entre entrenamientos, cogiendo mangos biches del árbol que hay en la entrada del diamante de béisbol de Medellín. Mostrándome las amistades que se habían construido alrededor de una pelota, contándome historias de partidos de hacía 20 años.
Y cuando encontré mi pasión en el voleibol, mis papás nunca se perdieron un solo partido. Mi papá iba después de trabajar los sábados a verme jugar en el colegio, y siempre tenía la certeza de que estarían los dos en la tribuna. Así como mi papá tuvo la certeza, desde que empezó a salir con mi mamá a los 16 años, que mi mamá estaría apoyándolo desde la tribuna del diamante de béisbol.
Cuando mi hermanito encontró su pasión en el béisbol – lo cual no es una sorpresa después de que lo disfrazaran de beisbolista para su primer Halloween al mes de nacido-, fue lo mismo. Ni un solo partido se perdían. Cuando tuvo un tumor cerebral a los nueve años, lo primero que preguntó fue si podía seguir jugando béisbol, y después preguntó si se iba a morir. Mi hermano recuperó la movilidad de la mitad de su cuerpo tirándole pelotas de béisbol a mi papá, bateando, corriendo. Hoy todavía juega; el deporte lo salvó.
Mi papá empezó los try outs de los equipos de grandes ligas en Medellín. Reconoció el talento oculto de los niños en la ciudad para el béisbol, y luego de darles preparación física y psicológica, convocó a los scouts de varios equipos de grandes ligas estadounidenses para que vinieran a Medellín, y hasta hoy en día su proyecto sigue. Trabajó con niños de Urabá y de Venezuela, y los preparó para un futuro próspero en el deporte. Ha firmado varios para que jueguen en Estados Unidos.
Se supone que mi papá iba a estar en la avioneta de la selección Antioquia que se cayó en Acandí en el 2015. Se devolvió en bus porque tenía que llegar a trabajar, pero aún recuerdo con claridad cuando fuimos a visitar a sus amigos que resultaron heridos luego de que la avioneta se cayera en el techo de una iglesia. Se murieron el piloto y el copiloto, y uno de los compañeros de mi papá. Aún recuerdo las vendas que tenían los amigos de mi papá en sus cabezas, las historias de cuando sintieron que el avión se cayó, cuando las sillas de algunos salieron precipitadas para afuera y abrieron los ojos en el lote de al lado de la iglesia. Y no recuerdo verlo en las noticias, ni en los temas de conversación del gobierno.
¿Cómo es posible que el deporte no sea reconocido como el vehículo de transformación social y unión que es? ¿Cómo es posible que como sociedad no reconozcamos el inmenso potencial que tiene para movilizar poblaciones lejos de la pobreza, de la precariedad y de la delincuencia?
Porque yo he visto cómo mi papá, a través del deporte, aprendió la constancia, la dedicación, la responsabilidad social. Y fue a través del deporte que mi papá me dio la mayor de las enseñanzas; “Salomé, no se puede salvar al mundo. Tú no vas a salvar ni a cambiar el mundo entero, pero si empiezas con ayudar a quienes tienes cerquita, ellos harán lo mismo. Y así se logra.”
Entre toda la conmoción de los cambios en el gabinete presidencial, se ha perdido de los titulares la salida de María Isabel Urrutia como ministra de Deporte, quien en seis meses de gestión estaba investigando 1800 obras de infraestructura deportiva a las cuales se habían destinado fondos pero no habían sido construidas. ¿Es realmente el deporte importante para quienes nos gobiernan? Más allá de ponerse la camiseta de la selección Colombia los días que hay partido, ¿realmente les importa la diversidad de talento que tenemos el privilegio de presenciar gracias a nuestros deportistas?
Porque contrario a lo que dicen muchos, yo no creo que el futuro sea solo la educación. Yo sé, porque lo he visto, que el futuro está en el deporte. Está en darle a los y las deportistas de Colombia los implementos que necesitan, las oportunidades que merecen y el respeto más allá de las palabras.
No podemos olvidarnos de la descalificación que hizo Ramón Jesurún, quien dijo que las subcampeonas mundiales de fútbol femenino eran “amateurs”. Ni que la Liga de Fútbol Femenino se reanudó únicamente por el primer semestre del 2023 para los Juegos Nacionales en el Eje Cafetero. Nunca olvidaré que a la Selección Antioquia de béisbol fue hospedada a dos horas de Cartagena cuando los juegos nacionales se estaban jugando en esta ciudad. Y que ganaron. Yo nunca olvidaré que se cayó la avioneta, ni que los deportistas de todo el país tuvieron que competir en un terreno porque no se construyó el diamante de béisbol en Acandí.
Espero que no lo olviden ustedes tampoco. Y que, aunque no sean deportistas, también reconozcan el potencial inmenso que tiene el deporte para el desarrollo de un país educado, libre y en paz. Porque realmente, entre tanto revuelo político, tanta burocracia, ignorancia, y decepción, el deporte sí es la salida. Yo lo he visto.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/salome-beyer/