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La idealización y la violencia

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Irme de Colombia para estudiar mi pregrado fue una decisión que prácticamente tomé desde que entré al colegio. Iría a Juliard o a Berkley a estudiar música, y al graduarme me convertiría en una cantante exitosa. Mi trabajo sería cantar, algo que ya hacía todos los días, y escuchar cómo estadios llenos de gente me respondían los versos de las canciones que yo compuse en la intimidad de mi guitarra.  

Tuve ese sueño por muchos años, pero cambié. Aunque mi papá me decía que cuando tuviera una plataforma en la música iba a poder ayudar a la gente, yo decidí que no quería esperar hasta tener éxito para poder tener un impacto. De ahí nació mi idea, también loca, de estudiar Historia y Ciencias políticas.

Logré lo que quería, y estudio en una universidad que está clasificada como la número 15 a nivel mundial, y la número cinco en el Reino Unido. Vivo en un país que he sentido como mi hogar fuera de Colombia desde que, a mis cuatro años, vi Corazón Valiente por primera vez con mi papá; mi película favorita.

Por un momento sentí que todo había encajado, que había logrado mis sueños, que, aunque no cantaría como profesión, podría por lo menos devolverme a Colombia con un diploma que me permitiría tener el éxito en movilización social que sé que necesita mi país.

En febrero del 2022 hubo una protesta en Bristo Square, el campus central de la universidad, por las fallas estructurales de la Universidad de Edimburgo para tratar casos de acoso sexual y violación. Su organizadora la convocó luego de que fue violada por un compañero en la residencia en la que ambos vivían. Ella denunció lo ocurrido con el centro de apoyo de la universidad, en el que supuestamente hay personas calificadas y con entrenamiento para darle acompañamiento a las víctimas si deciden iniciar un proceso disciplinario. Le hicieron preguntas y le dijeron que no podían darle actualizaciones sobre el estado del proceso para mantener la privacidad del agresor.

Unos meses después, luego de la incertidumbre del silencio, fue llamada a un tribunal de la universidad para dar su testimonio. Le dijeron que esto era parte del proceso para decidir el castigo para su agresor, pero fue cuestionada y ridiculizada. La directora del centro de apoyo, quien era la única persona a la cual ella le había contado su historia, le pidió perdón y le dijo que lo que tuvo que vivir en ese tribunal fue producto de empleados que no habían sido entrenados de manera adecuada. Aun así, meses después de su denuncia, el caso fue descartado y ella no supo nada más.

Ella siguió adeltante: le está pidiendo a la universidad más responsabilidad, mantener a sus estudiantes a salvo, y darles el apoyo que necesitan. Además, organizó una protesta hace un año con más de 200 personas, y hoy tuvo que organizar otra porque no ha habido respuesta alguna; ni una palabra.

En esta ciudad, mis experiencias han sido, en su mayoría, positivas, pero no pensé que esto también ocurriera aquí, y se me quiebra el corazón cuando recibo palabras de admiración, o preguntas sobre cómo logré estudiar en un lugar tan reconocido y prestigioso. Entonces por eso escribo esta columna.

El acoso y el abuso son, lamentablemente, experiencias universales. Suceden en todos los países, en todos los continentes, en todas las universidades y en todos los contextos. Pensé que al salir de Colombia, al vivir en un país progresista, con una mujer encabezándolo, iba a escaparme de todo eso, pero solo bastó con una fiesta en la que me agarraron la cara y me estamparon un beso, sin yo saber quién había sido, para devolverme a la realidad. Bastó con que, cuando le dije a mis amigos, me preguntaron quién había sido para irle a pegar. Solo bastó decirle a la persona en la que más confiaba lo que había pasado, y recibir silencio absoluto, para hacerme sentir culpa. Solo bastó escuchar la historia de Aarti, la mujer valiente que encabeza las protestas, para recordarme que el impacto que quiero tener, luego de obtener mi diploma, lo puedo tener ya.

No hay países perfectos, y definitivamente no hay instituciones perfectas. Nunca van a existir, pero para eso están personas como Aarti. Quisiera decirle, a todos quienes ven a mi universidad como una eminencia académica, que no es tal, porque he reconocido que, aunque me siento orgullosa de estar aquí, de tener los profesores increíbles que tengo y de haber construido amistades que me han sostenido cuando las rodillas me han tembaldo, la cultura de la misoginia es latente aquí también. Y sé que tengo derecho a exigir algo mejor, si no por mí, por quienes van a estudiar aquí en el futuro. 

Escribí hace unos meses sobre conformarse. En el marco de las elecciones presidenciales de 2022 que se realizaron en Colombia, yo decidí no conformarme con lo mínimo, y me he dado cuenta de que aunque nos crían para ser complacientes, para ser “realistas” y no esperar la perfección, que tenemos el derecho de exigirla, especialmente cuando hay vidas de por medio,  sentimientos, violencias y dolor. Porque lo mínimo sería que respeten a las víctimas en la Universidad de Edimburgo. Lo mínimo sería sentirme segura caminando sola por la noche en todas partes del mundo, tener la certeza de que no me van a agredir o no recibir comentarios incómodos de profesores. Tenemos que quitarnos la idea que la calidad de vida, la paz, la tranquilidad, la decencia y el respet,o son pilares por los que hay que trabajar. Porque son lo mínimo. Me quedo con mi inconformismo como la raíz de mi sed por el cambio; en Colombia y en todas partes.

De la historia de Aarti me llevo una valentía contagiosa. Y me llevaré de mi universidad no una visión idealizada, y ojalá no solo un diploma reconocido, sino una esperanza de que las instituciones, incluso aquellas fundadas en 1593, se pueden transformar.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/salome-beyer/

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