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País de incertidumbre

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Emilio tiene cinco años y medio. Hace poco entró al colegio. Le gustaba más la guardería, pero entiende que ha crecido. Es bueno dibujando, lo hace desde que cumplió dos años. En clase, la profe lo felicitó y lo invitó a pasar al frente para que le mostrara uno de sus dibujos a sus compañeros. Había pintado un pequeño osito, con cabeza y orejas redondas color café clarito. “Se llama Winnie”, dijo.

Winnie es el peluche favorito de Emilio. Duerme con él desde que tiene memoria. Winnie lo escucha todas las noches, lo acompaña en los paseos familiares y en las citas médicas. Desde que entró al colegio, el pequeño osito también le seca las lágrimas. Es su único amigo, única compañía, única conversación.

La profe invitó a Emilio a llevar a Winnie a clase. Según le dijo, “después de semejante dibujo, todos merecían conocer su fuente de inspiración”. Sin saber muy bien qué significaba la inspiración y por qué Winnie lo era, aceptó. Mañana llevaría a su amigo al colegio.

Lo abrigó con un trapito suave y, dejando una pequeña esquina abierta para que entrara aire, lo metió en su morral. Al regresar al salón, se sentó con su morral sobre sus piernas. La profe, en efecto, le pidió que pasara al frente. Con profunda alegría y algo de nervios, lo mostró. Sus compañeros parecían molestos, algunos se reían. La profe pidió aplausos y lo que se escuchó fueron risas y manos chocándose sin ganas. Emilio, confundido, sonreía y mantenía a Winnie pegado a su pecho.

Al salir a almorzar pensó que no sería buena idea llevar a su amigo. Podría mancharse o mojarse con la lluvia. Lo dejó en su morral, abrigado y protegido. Mientras comía, cuatro de sus compañeros de clase lo miraban riéndose. Entendió que se burlaban, pero no sabía muy bien por qué. Poco había hablado con ellos, le parecían violentos, agresivos y poco amigables. Tal vez, como su madre le dijo algún día, estaban celosos de sus habilidades. Sin embargo, no le gustaba ser objeto de burlas. Pensó que no era buena idea que su dibujo estuviera expuesto en el tablero. Quizás sería mejor esconder sus habilidades, así se ahorraría problemas.

Cuando termina la última clase, Emilio siempre sale disparado hacia la buseta escolar. Ese día, antes de salir, revisó su morral para decirle a Winnie que pronto estarían de vuelta en casa. Al abrir el cierre, solo encontró el trapito. Su corazón se detuvo por un momento. Revisó bien. Buscó en el fondo del morral, sabiendo que, de estar ahí, ya lo hubiera visto. Buscó en su escritorio, en la silla y, con lágrimas entre ojos, le preguntó a una de sus compañeras que iba saliendo del salón. No quedaba nadie más. Ella, consciente del dolor de su compañero, le dijo que no sabía nada, que no lo había visto.

Parado en la entrada del salón, sin saber qué hacer, escuchó que sonó el segundo llamado para montarse en la buseta. Eso significaba que tenía un poco más de cinco minutos para abordar. Buscó en la papelera, en cada esquina, cada escritorio, cada caja que había entre esas cuatro paredes. Lloraba, lloraba ríos al pensar qué dirían sus compañeros al verlo montarse en la buseta. Lloraba al saber que no podía buscar a la profe en ese momento. Después de ver su dibujo, decidió irse a casa. Eso, más que todas las cosas, lo hizo llorar toda la noche.

Durmió poco, no se consideró digno de hacerlo. Había expuesto a Winnie y, por su culpa, ya no estaba. ¿Dónde podría estar? Quizás se estaría mojando o quedándose sin aire en alguna caja. Pensó que tal vez alguno de esos compañeros lo había sacado y se lo había llevado. Recordó las miradas y las risas en el almuerzo. Lloró, pero esta vez sus lágrimas no cargaban tristeza sino una pesada rabia. Jamás había llorado de esa manera. Gritaba y le pegaba a su almohada.

Se levantó, impulsado por la necesidad de encontrar a su amigo. Al llegar al colegio, buscó de inmediato a la profe. La encontró sentada en la sala de profesores. “Profe, alguien se llevó a Winnie. No lo encuentro desde ayer”. “Emilio, buenos días. ¿Cómo así?, ¿no lo llevaste a tu casa?”. Movió su cabeza de lado a lado mientras intentaba contener las lágrimas. Ya no tenía voz. La profesora, conmovida, le dijo que le ayudaría a encontrarlo.

Llegaron al salón y, antes de empezar la clase, la profesora pidió que quien había cogido o escondido a Winnie, el osito de peluche de Emilio, lo devolviera de inmediato. Silencio. Todos miraban a Emilio, quien tenía su cara inmersa en su buzo, que apoyaba sobre su escritorio. “Si nadie dice la verdad, voy a tener que hablar con el director”. “Tienen hasta antes del almuerzo para acercarse a mi puesto o al de Emilio y devolver a Winnie”.

El almuerzo llegó, pero el osito no. El director entró al salón en la última clase. Pidió que devolvieran el peluche, pues de no hacerlo hasta antes de esa clase, citarían a los padres de los responsables. Emilio tuvo que montarse otra vez en la buseta camino a casa, aún sin Winnie. Nadie había confesado, pero todos lo miraban con rabia y lo empujaban cuando pasaban a su lado. Se llevó, eso sí, su dibujo.

Emilio dejó de ir al colegio durante una semana. Su madre no logró convencerlo. Todos los días, tres veces al día, le pedía que llamara al colegio para preguntar si lo habían encontrado. Él sabía que alguno de los compañeros lo tenía. Sabía que seguía por ahí, esperando para volverse a abrazar.

Pasaron los días, los meses y, con ellos, llegó la posibilidad de que Winnie ya no existiera. Hoy Emilio no sabe dónde está su osito, pero entendió que, esté donde esté, ya solo busca la verdad. A nadie parece importarle que se diga la verdad, ni siquiera a la compañera que comprendió su tristeza el día que desapareció. Todo parece haber quedado en el pasado.

La verdad, en este caso, es fuente de vida. Esta no solo es importante en la medida en que evita una sanción u otorga un beneficio. La verdad ayuda a detener el sufrimiento. Emilio ha esperado meses por su peluche, pero las madres colombianas han esperado años, décadas, por sus hijos.

La Audiencia Única de Verdad del General Jesús Armando Arias Cabrales en la JEP, realizada la semana pasada, dio cuenta del dolor de la incertidumbre y la profunda maldad detrás de un país que, como los compañeros de clase de Emilio, no ha exigido la verdad. Un país que cree que sus muertos quedaron en el pasado. Un país que desconoce que muchos de esos muertos están muy vivos en el corazón de sus madres. Un país que ha creado Generales que recuerdan perfectamente sus condecoraciones, pero no recuerdan por qué hay personas desaparecidas o dónde están esas personas. Un país de incertidumbre.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/martin-posada/

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