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Luisa García

El Metro de Medellín me genera ansiedad

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Era un día laboral como cualquier otro. Llegué a las 6:40 a. m. a la estación más cercana a mi casa. Un día tan cotidiano como los demás. Levanté la mirada y vi la plataforma llena de personas esperando entrar a algún vagón del tren. No logré ingresar en el primer intento, así que me dispuse a esperar y respirar para intentarlo nuevamente. Llegó la siguiente oportunidad y, sin darme cuenta, una oleada de personas ansiosas que viven contra reloj me llevó con algo de violencia al interior del tren. No hay espacio para acomodarse, mi bolso queda contra mi pecho y la espalda de otra persona que, a su vez, se toca con otra y otra. No tengo necesidad de sostenerme, nos sostenemos todos. No hay espacio. Había perdido la posibilidad de moverme y elegir un lugar.

Aunque a mi alrededor todo parezca detenido, el tren avanza, nos lleva a su ritmo, llega a otra estación, entra y sale gente. Comencé a sentir que me temblaban las piernas, de manera involuntaria las lágrimas se derramaban por mi cara. Escucho la inconfundible voz de nuestro sistema metro «Si eres víctima de acoso, oprime el botón rojo», un hombre dice con algo de desespero «pero cómo no la toco si no hay por dónde pasar», alguien grita que necesita una silla, otro que dejen salir y, a lo lejos, se ve otro mar de personas que intentan ingresar.

Comencé a sentirme insegura, intentaba pensar en otras cosas, en el mar, en que lo que me rodeaba era el murmullo de las olas. Intenté hacerme la fuerte y me dije: «cómo no vas a ser capaz de vivir el transporte público». Me sentía culpable, traicionándome, sentí pena de aceptar esto frente a mis amigos, a mi familia, a mis vecinos del barrio, pues todos somos usuarios de este transporte, a todos nos toca vivirlo. «Por qué no voy a poder yo», me aturdo con mis pensamientos.

Cerraba los ojos, sentía que me faltaba el aire, respiraba más fuerte, no fui capaz de contener el llanto, reconocí en el temblor de mis manos y mis pies la llegada de una crisis de ansiedad.

Reconocerlo me afectó más, lloré y fue imposible contenerme, me daba pena por mí y vergüenza por las personas con las que compartía espacio en ese lugar. Sentí culpa por no ser fuerte y aguantar; son solo 13 estaciones, hay cosas peores.

Un hombre me ayudó a abrir espacio y a bajar en mi estación de destino, leyó en mis ojos que no estaba bien, me acompañó hasta los torniquetes. Tardé más de lo habitual en llegar a la oficina, transpiré como si hubiera realizado una clase de cardio. Lloré y lloré. Le conté a mis compañeros y lo único que atinaron a decirme fue «por qué no te venís a vivir a El Poblado o al Sur». Vuelvo y lloro ¿Es real esta respuesta? ¿La solución es que unos pocos vivan bien, mientras el resto no? ¿Por qué todos tenemos que trabajar en el sur? ¿Por qué no hay mejores turnos, vías y un sistema de transporte digno?

Las 8 horas laborales que vinieron después de esa conversación fueron eternas; solo pensaba en mi regreso, en los puentes y las plataformas que cargan miles de personas, en tener que volver a los olores, al apretón y a la respiración acelerada. Pero me obligué a regresar a casa en metro, me obligué a entrar de nuevo, no podía ser débil y dejarme vencer, tenía que aprender y sobrevivir como el 90% de las personas de este valle.

Esta experiencia me hizo reflexionar sobre mi cuerpo como primer territorio. Pienso en qué pasaría si mi cerebro les dice a todos mis sistemas que se muevan, se organicen y fluyan, pero le amarro sus extremidades, le tapono sus venas, le quito el oxígeno y el espacio que necesita para moverse; sin duda, colapsaría y se enfermaría.

Me pregunto qué les sucedería a mis órganos si los obligo a vivir apretados, si no les permito la circulación, qué le pasaría a mi cuerpo si le digo que sólo hay un camino, un movimiento, una posición. Este mismo cuerpo que siente ansiedad sabe precisamente que requiere movimiento, que lo que vivimos en el transporte público no es digno. Si el cuerpo y la ciudad lo gritan, ¿por qué nada cambia?

Pero acá seguimos, recibiendo mensajes de cultura en un sistema colapsado, que arrebata el derecho a la movilidad, a la dignidad y a la ciudad.

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