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Jugué voleibol desde los siete años hasta que la pandemia de COVID-19 empezó, a mis diecisiete años. Aún juego a veces cuando voy a Medellín, con el grupo de egresadas del equipo de voleibol del colegio del que me gradué el año pasado. Siempre me encantó, y los entrenamientos de dos horas después de la jornada escolar me recargaban. Mantenía mis brazos y piernas con morados porque el deporte me obligaba a tirarme al piso, a recibir ataques de mi entrenador y de otras copañeras. Mi entrenador me atacaba especialmente duro porque recibir nunca fue una de mis fortalezas; más bien le huía al balón cuando la rotación me ubicaba en la fila de atrás, en la recepción. Después del colegio me iba para el baño de la cafetería con mis compañeras del equipo y me cambiaba de las sudaderas institucionales a los chores de voleibol, las medias blancas hasta la rodilla, y las rodilleras. Y cuando había torneos en el colegio me mantenía con mi uniforme de voleibol todo el día por la practicidad de no tenerme que cambiar
Una vez estaba caminando al rededor de los salones porque necesitaba preguntarle algo a una profesora, y como estábamos en la mitad de una competencia, tenía puesto mi ropa de voleibol. Los estudiantes que no participaban del torneo seguían estudiando, aunque muchos profesores llevában a sus clases para que vieran los partidos y apoyaran los equipos del colegio. Mientras buscaba a mi profesora, un señor, una de las directivas del colegio, me paró en el pasillo. Me dijo que no podía ir caminando por el colegio mostrando las piernas de esa manera. Que iba a distraer a mis compañeros, que qué pensarían los profesores cuando vieran a una muchacha caminando por el colegio usando licras de voleibol. Le pedí perdón y me devolví lo más rápido que pude al torneo, avergonzada, sintiéndo culpa por haberlo incomodado. Tenía quince años, y no supe qué mas decirle. Me quedé con la duda, en nombre de los compañeros que mis piernas podían distraer.
Hoy esto me enfurece. A mis veinte años sí encuentro las palabras para exigirle respeto. Sé cómo se siente la objetificación, y ahora veo la hipocresía de un colegio que aunque se lucraba diciéndole a las posibles nuevas familias que apoyaban el deporte, le decían a una estudiante que era indebida porque usaba el uniforme que su deporte exigía. ¿Qué hubieran pensado las personas si supieran que un rector de colegio pensó que el mostrar las piernas era indebido? ¿Qué hubieran pensado mis papás si se los hubiera contado?
La palabra más acertada para describir lo que sentí, aunque no se use mucho en estos espacios, es putería. Me dio muchísima rabia e indignación que alguien se haya sentido lo suficientemente superior a mi como para decirme lo que no me podía poner. Que el hecho de usar un uniforme sea motivo de distracción para mis compañeros hombres, aunque tienen las mismas dos piernas que tengo yo. Que esta distracción injustificable e inexistente haya sido respetada más que la pregunta que le tenía que hacer a mi profesora. Porque tenía puesto un uniforme de voleibol.
No puedo imaginar lo que sienten las mujeres en Irán. Si aún recuerdo aquella frustracíon momentánea cuando tenía 15 años, no puedo expresar lo que sentíría luego de toda una vida vistiéndome cómo otros quieren que lo haga, en nombre de un extremismo religioso que sé que no representa mi religión. Asumiéndolo únicamente por la condición de mi género, sin ninguna explicación más allá que a un grupo de hombres en el poder les ofende ver mi cabeza destapada. Y también sepamos que la hipersexualización de la mujer en nuestra sociedad tiene exactamente las mismas bases que el extremismo que impone el hijab. Ambas doctrinas asumen que las mujeres somos un objeto sexual por naturaleza, y debemos cubrirnos.
Pero tampoco podemos asumir que todas las mujeres que usan un velo lo hacen contra su voluntad. El principio más fundamental de la democracia que en Colombia celebramos y exigimos es que cada quien pueda decidir cómo expresarse. El derecho a la libre expresión, en todas sus formas, también aplica para los velos. No se puede caer en la occidentalización de nuestras expectativas como lo hizo Francia, donde está prohibido usar hijab pero las monjas Católicas sí pueden cubrir su cabello. La libertad de elegir con convicción y decisión nuestra manera de expresarnos es el principio básico de la democracia, y de la revolución que tanto queremos ver a favor de los derechos humanos, la paz, y la dignidad humana.
No puedo hablar mucho más allá de esto porque claramente no soy musulmana y nunca he usado hijab. Puedo hablar desde la experiencia de una mujer que se ha sentido como un objeto varias veces en su vida. A quien le han dicho de manera indirecta y directa que su cuerpo es sucio, que su fisonomía es incorrecta, que no es merecedora de amor propio. En culturas tan diferentes, Irán y Colombia tienen eso en común. Le dicen a las mujeres qué hacer.
Que quede claro que las mujeres no somos de propiedad de nadie más que de nosotras mismas. No debemos cumplir con las expectativas de nadie más, y podemos hacer y deshacer en nuestras vidas cuantas veces se nos plazca. Podemos elegir en libertad portar un velo, podemos elegir en libertad no hacerlo, y ese debería ser el foco de la conversación sobre lo que sucede en Irán.
Que también se sepa que no es coincidencia que las revolución en Irán está guiada por la rebeldía y el coraje femenino. No es coincidencia que el grupo más vulnerado de esta sociedad sean quienes tomaron las riendas de un movimiento que en su escencia es independentista de las influencias del patriarcado. Y que no se nos olvide, en Colombia, de utilizar la democracia para asegurarnos que las voces de nuestros propios grupos marginados sean escuchadas. Porque no es solo en Irán. Es en todo el mundo.