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Juan Pablo Trujillo

Better call Saul

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IMPORTANTE: Considero que este texto es apto para quienes aún no terminan la serie, o no la han empezado y quieren hacerlo, pues no describe directamente ninguna escena. Sin embargo, si usted es de los televidentes a los que no le gusta tener ninguna referencia antes de ver algo, recomiendo omita la lectura.  

La semana pasada terminé Better Call Saul, la serie creada por Vince Gilligan y Peter Gould protagonizada por Sir. Bob Odenkirk, el actor olvidado de los Emmy. Vi las primeras dos temporadas cuando se estrenó con la promesa de ser un spin off de una de las mejores series de la historia, pero más allá de la emoción de ver a Mike Ehrmantraut o a Tuco Salamanca en esos primeros capítulos, no me entusiasmo mucho y la dejé. Supe que a varios les pasó lo mismo. 

Este año, cuando leí que en su última temporada la historia de Jimmy McGill se cruzaba con el universo de Breaking Bad, que Walter White y Jesse Pinkman salían en escena, me vi obligado a considerar empezarla de nuevo. Hablé con tres amigos con los que siempre hablo de televisión y me dieron conceptos favorables: ¡Es una genialidad, de lo mejor que he visto!, dijo uno. ¡Gaesteee!, Better Call Saul se sostiene sola, no necesita de Breaking Bad, me dijo el otro cuando le insinué que era un imperativo verla solo porque las dos narraciones se cruzaban. El tercero no me habló durante una semana cuando supo que yo no la estaba viendo (asumió que tenía que ser así). ¡Comé mierda, hijueputa!, me gritó, Andáte de mi casa, me dijo con el mismo tono que usaba mi mamá cuando me decía: “más que rabia, tengo decepción”.  

Los tres tenían razón. Better Call Saul es un show maravilloso por muchas cosas, pero principalmente por una: la complejidad moral de sus personajes. Cada uno es un enfrentamiento constante de premisas éticas, son la vida humana misma ocurriendo sin la etiqueta fácil de “lo bueno” y lo “malo”. Las situaciones representadas, las vidas de quienes hacen la historia, no pueden valorarse en términos absolutos. La complejidad del argumento, de las vidas de estas personas que viven en Albuquerque, Nuevo México, hace revertir ese juicio recurrente que tenemos incrustado en la zona cerebral donde se aloja la repetición de acciones. Esto pasa incluso con personajes como Lalo Salamanca que podría acercarse al arquetipo de “el malo”, pero que es capaz de bondad y de cuidado con los más débiles. Pasa también con, Chuck, el faro moral, el imperativo categórico kantiano personificado, que también es un ególatra incapaz de compasión. Qué decir de Kimberley Wexler o de Saul Goodman/ James McGill en los que la ambigüedad ética se profundiza, en donde el deseo incontenible del juicio maniqueo se tiene que sujetar.

A pesar de la moralina del último capítulo, fruto de esa compulsión por hacer una de las declaraciones rectoras de la sociedad estadounidense, y a las redenciones finales que quedaron estrechas en una hora y cinco minutos, Better Call Saul es una de las mejores series que he visto, es una historia que repele el perezoso, aburrido y engañoso enfrentamiento entre el bien y el mal, que narra la complejidad humana de una manera aguda y bella. Es increíble que luego de 46 nominaciones no hayan ganado ni un solo Emmy. Cierren ese antro.           

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