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Juan Felipe Gaviria

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En esta tierra los colores existen más. La brisa sabe distinta. La felicidad se carga en las mangas, como los ases de los mejores ludópatas. No sabes que la extrañabas y es apenas ahora, después de esa terrible ausencia prolongada, que te das cuenta de que la vida, en su forma más pura, sigue ahí. Y quizá, si la fortuna del mundo no te abandona, seguirá ahí hasta que se acabe el tiempo. Seguirá este mundo que, al disgusto de David González, se levanta todos los días con el sol, y se duerme no muy lejos de su partida.

Fue un miércoles. Saliste y te olvidaste de que en la costa de este país hay dos ingredientes principales para la felicidad: los fritos y el vallenato. Pasabas por uno de esos pueblos surreales, donde no existe nada a parte de la necesidad y la felicidad. El carro en el que vas no se queda dentro de sus lindes municipales por más de 10 minutos. Pero en esas fronteras ficticias, mágicas, sabes que se han posado cuentos incontables que serán los náufragos más tristes al olvido del tiempo. Presientes, con algo de frustración, que en secreto se han dado los más fantásticos sucesos dentro de ese inocente paradero que ofrece roscones y arepas para enmascarar su misterio. Todo a la sombra de sus mangos, sus campanos y sus cañahuates.

Lo abandonas al son de un silencio vallenato para llegar a uno de los ríos más hermosos del mundo. Tiene el nombre más irónico que has oído, aunque lo conoces desde que puedes recordar: La Mina. Cuando te paras descalzo sobre sus piedras pulidas, blancas y hermosas recuerdas los famosos huevos prehistóricos que acompañaban a Macondo al principio de su existencia. Y confundes lo mágico de Gabo con la realidad que tienes al frente. Con la tranquilidad de las pieles negras que se bañan en sus aguas heladas como si la vida fuera normal. Y allá, con las cervezas más aguadas del mundo, y si es el mejor día de tu vida, un sancocho de gallina, recuerdas lo que significa volver.

Volver a Colombia me recordó de la maravilla que tenemos en nuestra cultura, nuestra naturaleza y nuestra gente. No fue más que un año afuera, pero fue suficiente para olvidar la innegable alegría y frustración que se cargan en todos los segundos que pasan en este país. Una alegría agridulce. Pero quizá esta será la visita que más difícil me hará volverme a ir. A la normalidad de todo lo que no es esto. A todo lo que no es volver sino ir. Porque quizá crecer en este país te impregna con unas raíces tan profundas e invisibles que solo se esclarecen no cuando lo abandonas, pero cuando regresas a él. Y vivir sin eso es casi imposible cuando lo sabes.

En mi visita a Valledupar recordé que los días tienen nombre. Que los almuerzos tienen hora y que el libre albedrío ha sido remplazado por una existencia flotante. Constante. Amo los sopores de las 3 de la tarde y el soplar de la brisa que rescata a ese pueblo de un calor asesino. Amo los acentos inteligibles, las palabras con finales comidos y las risas musicales de la costa de este país. Amo las casas blancas, bajas y viejas. Las que emiten un aura a eternidad. Los sombreros prácticos, las mochilas que cuelgan y decoran los paisajes desorganizados de los barrios turbulentos.

Me sentí volver. Las mejores historias terminan en un regreso. A mí este venir me recordó que quizá pueden empezar con él. Y, por ahora, como buen colombiano perdido en otras tierras, ansiaré el día que llegue con maletas, y recomience la historia colombiana en mi vida. Si ella me lo permite. 

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