Me sentí aliviada cuando supe que la selección Colombia no iba al mundial de Catar. También me divertí un poco pensando en la cantidad de excusas que se habrían ido al traste a raíz de eso, y que iban a ser tomadas como coartada por oportunistas para su propio beneficio, desde quienes mueven las mareas políticas en plena campaña electoral a la presidencia, hasta el papá esquivo que había programado sus salidas amigueras sin la familia. No me extraña que fuera también la gran cortina de humo para distraer sobre temas esenciales en el país.
Como cualquier deporte, el fútbol consagra todas las bondades que trae una sana competencia, el arte de la estrategia, la maestría de una jugada, el desarrollo de las potencialidades del cuerpo humano en su esplendor. Cómo no entretenerse viendo lo que alguien más de nuestra especie es capaz de hacer a diferencia de nosotros del común, que por mucho que lo intentemos no lo lograremos. Pero ya raya hasta el cansancio el endiosamiento efímero hacia un jugador, ese fanatismo sin sentido de sobrevalorar a un ser humano porque hace bien el trabajo para el cual le están pagando.
La verdad le huyo a esa sobrevaloración que les asignan a los equipos de fútbol. Pululan entre la gente de a pie, aquellos que se creen directores técnicos, o quienes se suponen estrategas a pesar de que nunca han pisado una cancha, dándose las licencias para vociferar improperios contra jugadores y directivos. Por otro lado, quienes entran como espectadores en el “juego” emocional de vivir el fútbol en cada partido, se someten a ese vaivén frágil de ganar o perder, porque muy a pesar de las técnicas, al final la suerte decide muchos de los resultados.
La gente se somete a eso sin chistar como mínimo cada mes, porque siempre hay un campeonato local, nacional, o continental que mantiene las esperanzas de un triunfo que al final no les pertenece.
Detrás de cada partido ganado por el equipo al que se le hace barra, se mueve una especie de vanidad bizarra, porque quien recibe los miles de millones en las cuentas son los once que salen a jugar, mientras que en casa la gente se alegra por la gloria de “su” equipo, y de paso se da mala vida por el gol no anotado, la instrucción errada del director técnico o la lesión amañada propiciada por el adversario en el terreno de juego, como en los casos en que colapsan con paros cardiacos por la impresión en pleno partido.
Al final del día, para el colombiano promedio la vida sigue como si nada, cada quien a su propia rutina. Por eso, cuando se aleja el deporte de las pasiones se encuentra en el fútbol una aburridora travesía de monotonía.
Otra de las cosas que me molesta del tema de los mundiales es que se cultiva una especie de chovinismo futbolero sobre lo que representa el equipo de un país, porque se asemeja el usar una camiseta de un color particular con las propiedades de un territorio. Si se hubiera nacido en otra tierra no se alabara tanto la que se tiene, simplemente se despreciara o subestimara. Pero la gente se aferra a unos colores y además, consume sin reparo la carga mental y emotiva que les venden, de enlazar un equipo con toda la identidad de una nación.
También saber que el fútbol es una forma de desahogo de la gente, que lo toman de pretexto para llegar a extremos me ha hecho repeler el alboroto natural que surge alrededor de esa industria. Por si fuera poco, cada tanto nos damos cuenta lo poco preparadas que están las barras para celebrar los triunfos o aceptar las derrotas. En repetidas ocasiones se conocen las noticias de salvajes encuentros con pérdidas humanas por la tontería de sentirse mejor que alguien más que lleva la camiseta de otro equipo. Como si no tuviéramos suficientes muertes por nuestra historia, ahora lo que debería servir de alegría viene a recordarnos la inmadurez de algunos aficionados cuando asumen los resultados de un partido como un motivo suficiente para eliminar a uno de sus compatriotas.
Hasta pienso que no pudo coincidir mejor que esta derrota sucediera en las vísperas de la Semana Santa. Ya tendrán el tiempo de reflexión y constricción suficiente quienes necesiten conciliar con sus propios demonios por estar en el bando de los derrotados. Menos mal perdimos, por si de pronto sirve de inspiración para que se aprenda a disfrutar las pérdidas y a saborear con más humildad las lecciones del fracaso.