“¿Estás existiendo?”, me pregunta mi papá los domingos por la mañana. Mi papá le llama existir a una de mis actividad preferidas: no hacer absolutamente nada. O por lo menos así me veo a simple vista, parezco solo “existiendo”. En realidad, lo que mi papá llama “existir”, para mi es darle vía libre a la curiosidad. La búsqueda de respuestas a preguntas profundas, motivada únicamente por la curiosidad y sin preocuparse por las aplicaciones. Me hago preguntas absurdas a las que trato de darles respuesta.
En mi actividad de “existir” de esta semana se engendró esta columna sobre el enaltecimiento de la ociosidad y la mediocridad. Hablar de la necesidad de hacer un llamado a la mediocridad puede sonar conformista o ingenuo, sin embargo, escoger con exquisitez el uso del recurso finito del tiempo me parece importante. Le hemos regalado la excelencia a personas y situaciones que tal vez no lo merecen.
Sobre todo, hace falta revindicar la mediocridad en el ocio. Hoy en día el que corre, no es para sentirse bien, es entrenando para una maratón. El que pinta no lo hace para despertar la creatividad, sus obras deben estar en una galería. El que toma fotos, no es por el placer de capturar el momento, es para subir su numero de seguidores en redes sociales. Hemos perdido la afición tranquila a tener un talento modesto, a hacer algo por simple placer. Reservamos la luz de los focos para la excelencia, corrompiendo el único terreno donde era socialmente aceptada la mediocridad: el ocio.
Nos sentimos intimidados por la expectativa de que debemos ser expertos en todo, ¿en qué momento los “hobbies” se volvieron tan serios? En 1939 el profesor Abraham Flexner promotor intelectual del Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, escribió un ensayo titulado “La utilidad de los conocimientos inútiles”, en este, Flexner argumenta que en la historia de la ciencia los grandes descubridores no han sido motivados por el deseo de ser útiles sino por el de satisfacer su curiosidad. De hecho, la ciencia de la bacteriología es producto de esa curiosidad desinteresada.
En 1870, en la universidad de Estrasburgo había un joven de 17 años llamado Paul Ehrlich cursando clase de anatomía. En esa época, el curso usual de anatomía consistía en la disección y el examen microscópico de tejidos. Ehrlich mostró poca o ninguna atención a la disección, sin embargo, su profesor rápidamente notó que Ehrlich trabajaba largas horas en su escritorio, totalmente absorto en la observación al microscopio. Además, su escritorio se fue cubriendo gradualmente con manchas de colores.
Un día, su profesor Wilhelm von Waldeyer, se acercó y le preguntó qué hacía con ese arcoiris de colores en su mesa. Entonces, este joven estudiante de primer semestre que supuestamente seguía el curso regular de anatomía lo miró y dijo en tono amable: “Ich probiere”. Lo que se podría traducir libremente como “Estoy probando” o como “Solo estoy tanteando”. El profesor le respondió: “Muy bien. Siga tanteando”. idea de utilidad jamás cruzó por la mente de Ehrlich. Él tenía interés. Era curioso y siguió tanteando. Por supuesto, su tanteo era guiado por un profundo instinto, pero era una motivación puramente científica y no utilitaria. ¿Cuál fue el resultado? Años más tarde, Ehrlich estableció una nueva ciencia, la ciencia de la bacteriología. (Flexner, 1939)
¿Mi punto? Preferimos proclamar una excelencia a ciegas y colocar en un pedestal el temor a equivocarnos.