La libertad cuesta, pero no se compra

En Colombia, la defensa de la libertad de expresión se ha vuelto un discurso selectivo: se celebra cuando aplaude al poder y se castiga cuando lo contradice. El gobierno habla de pluralidad, pero contrata influenciadores para moldear la conversación digital; dice promover la transparencia, pero financia cuentas oficiales y programas de “formación de medios” que terminan repitiendo su narrativa; reivindica la libertad, pero intenta intervenir en cómo los medios deciden qué publicar.

Se estima que el actual gobierno ha destinado más de 2.300 millones de pesos en contratos con influenciadores y estrategias digitales afines. Una cifra que podría ser mucho mayor si se consideran los gastos camuflados bajo otros conceptos como campañas de “pedagogía institucional”, proyectos tercerizados o convenios con creadores de contenido que no se presentan como tales, como el caso del caricaturista Matador. Pero en la práctica, los recursos públicos terminan financiando la narrativa del poder y comprando legitimidad en redes.

El fenómeno es muy simple, pero también más difícil de notar. Muchos de estos influenciadores no se presentan como voceros del gobierno, sino como personas del común, espontáneas y cercanas. Y justamente ahí radica su efectividad: logran parecer independientes, cuando en realidad hacen parte de una estrategia de comunicación. No hay discursos oficiales, hay opiniones que suenan auténticas, pero responden a un guion.

A esto se suma el uso de cuentas institucionales y canales públicos de información —creados para comunicar temas técnicos o de servicio— como vehículos de mensajes políticos o partidistas. En el fondo, se trata del mismo problema: convertir lo que debería ser información pública en propaganda de gobierno.

Y mientras se pagan aplausos, también se intenta condicionar la crítica. La Comisión de Regulación de Comunicaciones (CRC) envió recientemente una carta a los principales medios del país —Caracol, RCN, Canal Uno y varias emisoras— solicitando información sobre sus políticas editoriales, criterios para seleccionar temas, fuentes y enfoques, e incluso las actas de sus consejos de redacción. En el documento se advierte que, si no se entrega la información, la CRC “podrá adoptar medidas administrativas”.

La medida fue cuestionada por los gremios de prensa, periodistas y defensores de la libertad de expresión, que la consideraron una forma de presión y un posible acto de censura. No es una simple sospecha: mientras el Estado destina millones a influir en la conversación pública, intenta además acceder a los procesos internos de quienes lo fiscalizan.

No obstante, esta realidad no es exclusiva del Estado. Los medios tradicionales también se mueven entre condicionamientos económicos y relaciones de poder que, a veces, limitan su autonomía. No por imposición directa, sino por la manera en que la publicidad, los anunciantes y los intereses corporativos moldean su entorno.  En ambos casos, la información deja de ser completamente libre y empieza a responder —de una u otra forma— a intereses de poder.

Defender la libre expresión no significa alinearse con ningún bando, sino cuestionar cualquier intento de control, venga de donde venga. Significa oponerse tanto al poder que compra la opinión como al que intenta regularla. Y también asumir, como ciudadanos, la tarea de pensar con más cuidado: de leer versiones distintas, entender los matices, dudar de los extremos y reconocer que la verdad suele habitar en los grises.

La libertad cuesta, sí. Pero no se compra. Y se defiende todos los días: leyendo, contrastando y resistiendo la tentación de creer solo lo que nos conviene.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/daniela-serna/

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