El enemigo necesario

Desde el poder, no basta con tener carisma o promesas: también es estratégico escoger a quién enfrentar. Nicolás Maquiavelo, en El Príncipe, explicaba que un gobernante puede sostener su fuerza si logra que el pueblo lo perciba como indispensable. Una forma eficaz de lograrlo es crear la sensación permanente de amenaza, señalando enemigos: uno externo que amenaza desde fuera y otro interno que sabotea desde dentro.

Esa receta sigue viva. En los últimos meses, Gustavo Petro ha dedicado buena parte de sus intervenciones internacionales a atacar directamente a Estados Unidos. En su discurso ante la Asamblea de las Naciones Unidas habló de “la codicia del norte que devora al sur”, acusó a Washington de ser responsable de la crisis climática y de mantener un orden mundial injusto. En redes sociales ha insistido en que el imperialismo estadounidense es un obstáculo para la justicia social global y para la soberanía latinoamericana. Ahí está su enemigo externo: la potencia mundial que le permite presentarse como un líder rebelde, contestatario y perseguido.

Pero todo relato necesita un antagonista cercano. Y en Colombia, Petro ha convertido a la ANDI y al empresariado en su enemigo interno. En varios trinos y discursos ha presentado al gremio como una fuerza antidemocrática y reaccionaria, acusándolo de romper la Constitución y de ser un obstáculo para el cambio. No es coincidencia: es una construcción deliberada del adversario interno, con rostro y dirección, contra el cual puede sostener su narrativa de lucha.

La semana pasada esa retórica se materializó en Bogotá. Durante las marchas pro Palestina, la sede de la ANDI fue blanco de vandalismo: grafitis, destrucción de infraestructura, hostigamientos contra empleados y familias. Bruce Mac Master denunció públicamente que incluso antes de que comenzaran los disturbios ya había cámaras de RTVC en el lugar, lo que alimenta la sospecha de que los hechos no fueron tan espontáneos como se quiere hacer ver. La Procuraduría, además, anunció la investigación de un funcionario cercano al Gobierno que habría participado en la convocatoria. Todo esto no ocurre en el vacío: es la consecuencia natural de un discurso que divide y señala.

El problema es que esa estrategia tiene consecuencias reales. En el plano internacional, confrontar abiertamente a Estados Unidos —uno de nuestros principales socios comerciales, financieros y de cooperación— puede erosionar relaciones estratégicas que el país ha construido durante décadas. Y hacerlo de manera personal con Donald Trump, un líder poco dado a la diplomacia, la mesura o el diálogo, puede derivar en choques costosos para la economía y la política exterior. En el plano interno, atacar a la ANDI y al sector empresarial de forma poco diplomática e irresponsable mina la confianza, desestimula la inversión y envía un mensaje de inestabilidad institucional. Pelear con todos al mismo tiempo puede alimentar el ego y sostener el relato del líder acorralado, pero debilita al país que dice defender.

Que no haya dudas: lo que ocurre en Gaza es un genocidio atroz, sin precedentes, lamentable y horrible, que merece de nosotros toda la atención, la solidaridad y la exigencia de justicia. Pero esa tragedia no puede ser excusa para fabricar enemigos. Ni la ANDI, ni el empresariado, ni los bancos tienen responsabilidad alguna en ese conflicto. Vandalizarlos, hostigarlos o señalarlos como culpables no resuelve absolutamente nada. Al contrario, profundiza la polarización, erosiona las instituciones y fortalece a quienes, sin haber hecho nunca un bien real, saben perfectamente cómo manipularnos a punta de confrontación.

Como sociedad necesitamos dar un paso atrás y reflexionar. Quienes creemos en la democracia, en la empresa privada, en la institucionalidad y en la protesta pacífica debemos exigir respeto y rechazar la violencia venga de donde venga.

La defensa de causas justas —como la vida en Gaza— debe nacer de la empatía, no del odio. No podemos permitir que esa indignación sea instrumentalizada para fracturar al país ni para atacar a quienes han sido aliados estratégicos en su crecimiento. Pensar críticamente es también un acto de responsabilidad: implica reconocer cuándo los discursos que apelan a nuestra sensibilidad buscan, en realidad, manipularnos y dividirnos.

Solo cuando somos conscientes de ello podemos dar el siguiente paso: construir, no destruir. En lugar de aceptar relatos que nos enfrentan, debemos trabajar en equipo para crear soluciones reales. Apoyar la paz, la justicia social y la solidaridad internacional no es incompatible con defender nuestras instituciones, nuestros gremios y nuestra convivencia democrática. Al contrario, solo juntos podremos evitar que la violencia simbólica y la manipulación del discurso terminen dañando irreparablemente el país que decimos querer transformar.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/daniela-serna/

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