Cuidado. Subestimarlo no es una buena idea. Las contradicciones en su discurso no son improvisadas, más bien responden a una estrategia cuidadosamente diseñada, como una obra de teatro, en la que asume roles a conveniencia. Va cambiando de máscaras según el libreto.
El papel que más le gusta representar es el de víctima. Desde que fue candidato a la alcaldía de Medellín, repite en medios nacionales que sus orígenes son bastante precarios y que gracias a su esfuerzo individual ha llegado a donde está.
Afirma que las élites, los medios y la justicia lo acosan porque él, “ajeno al sistema”, representa “el cambio” y el fin de los históricamente privilegiados. Se victimiza con mucha naturalidad, como cuando lo confrontan por casos como la imputación de la Fiscalía por el caso Aguas Vivas. Ahí reluce: no responde con argumentos jurídicos ni con hechos demostrables, sino que se inventa una narrativa de conspiración y victimización, buscando la simpatía de seguidores desprevenidos.
Sus afirmaciones contradictorias no buscan coherencia, sino ruido y división. No le importa la verdad; lo que busca es movilizar emociones y reforzar la idea del mártir, del incomprendido. Se ha puesto el disfraz de cuanto partido político le abrió la puerta; posó luego de independiente y ahora está “comprometido” en un muy raro concubinato con el Pacto Histórico, donde parece ser destinatario de amores y odios.
Hace unos días, cuando Estados Unidos anunció que revocaba la visa del presidente Gustavo Petro, Quintero respondió ofreciendo “su visa” en un video. Este gesto, aparentemente solidario, desvía la atención de las investigaciones sobre sus propios movimientos financieros. El populismo victimista se alimenta de gestos teatrales que sustituyen el debate racional por la épica personal.
Este tipo de estrategia no es nueva, pero en el contexto colombiano adquiere matices particulares: se entrelaza con el desencanto ciudadano, la desconfianza institucional y el uso intensivo de redes sociales como escenario de batalla simbólica.
Mas la obra no termina ahí. Hoy Daniel Quintero y 36 exfuncionarios y contratistas de su administración, cargan con 43 imputaciones por presunta corrupción, según la Fiscalía. Los cargos incluyen peculado por apropiación, interés indebido en la celebración de contratos y prevaricato. Los procesos judiciales van desde el direccionamiento de contratos hasta la creación de empresas de papel para desviar recursos públicos.
Mientras tanto, el patrimonio de varios miembros de su círculo cercano creció de forma vertiginosa. En el 2024, fueron incautados bienes por más de 3.000 millones de pesos, incluyendo camionetas de gama alta, fincas y empresas vinculadas al escándalo del Parque de las Aguas.
Su hermano que se disfraza de coprotagonista, a veces, se roba el show. Según Infobae, “conversaciones filtradas por la Fiscalía apuntan a un aumento patrimonial sospechoso del hermano del exalcalde de Medellín, con lujosas adquisiciones y posible uso de testaferros en contratos públicos durante la administración del precandidato presidencial”.
Este enriquecimiento contrasta con la narrativa de los jóvenes humildes que “solo heredaron pobreza y honestidad”. Lo que refuerza la idea de una obra cuidadosamente montada: mientras el protagonista se presenta como mártir, los bienes de lujo aparecen como utilería de una función que se aleja cada vez más de la ética pública.
Y, sin embargo, Quintero sigue en escena, cambiando de máscara según lo exija el guion. El mártir, el redentor, el perseguido. Cada rol cuidadosamente ensayado, cada gesto calculado para provocar aplausos o indignación. Pero tras bambalinas, los expedientes se acumulan, los bienes se multiplican y la democracia se debilita.
Insisto: Cuidado. Daniel Quintero no solo es mentiroso: es peligroso. Subestimarlo no es una buena idea. Porque en esta obra, el telón no cae por sí solo. Hay que dejar de aplaudir, encender la luces e indagar sobre quiénes son los directores y productores de la obra. Antes de que el teatro se convierta en tragedia, hay que desenmascarar al farsante.
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