La adolescencia es la etapa de la vida caracterizada por abrazar utopías, buscar el reconocimiento planetario y ejercer la rebeldía como atributo de la personalidad. Es un momento de la vida dominado más por la emoción que por la razón.
Por otra parte, la diplomacia es una de las grandes conquistas de nuestra civilización, pues es lo que les permite a los Estados regular sus relaciones, trabajar en función de objetivos comunes y evitar que nos saquemos los ojos en guerras interminables que repiten siempre los mismos patrones y terminan igual, y donde lo único que cambian son las víctimas.
Haciendo un ejercicio de relacionar los dos conceptos anteriores, he de decir que Colombia no parece gobernada por un líder de Estado, sino por un adolescente. Y como todo adolescente, lo suyo no es la sobriedad institucional ni la construcción de consensos, sino el impulso, la crítica irracional y la intención irrestricta de verse atractivo frente al espejo del poder.
Un ejemplo reciente de lo anterior fue su reciente visita a Nueva York, en donde como le ocurre a un adolescente cuando solo se dedica a la queja, la mayoría de los asistentes a la Asamblea General de las Naciones Unidas decidieron que la perorata del presidente no valía la pena ser escuchada. Como los ‘adultos’ no le prestaron atención, decidió salir, megáfono en mano, a buscar la atención y la aprobación de transeúntes y turistas, convertido más en un activista callejero que en el jefe de Estado de una nación de 52 millones de habitantes. El presidente confundió el foro internacional con la tarima del paro nacional. No fue un gesto de liderazgo: fue un arrebato adolescente que busca la validación con arengas emocionales, no con argumentos diplomáticos.
Otro episodio, igual de insólito, fue su súbita exigencia para que sus ministros renunciaran a la visa estadounidense. Una especie de rito de iniciación de pandilla política, donde lo importante no es la efectividad del gabinete ni la coherencia de la política exterior, sino la prueba de lealtad personal. Como todo adolescente, el presidente exige fidelidad ciega, aunque su orden sea absurda o impracticable.
Como si esto no fuera suficiente, se suman comportamientos misóginos y racistas, lanzados con la ligereza de quien escribe en un chat de amigos, sin medir consecuencias, sin reparar en la herida que dejan sus declaraciones y sus actos. El presidente adolescente confunde la irreverencia con la insolencia y las transgresiones con simples comentarios inocuos. Curioso, porque cuando era candidato, era quizá el más pendiente del lenguaje de los demás mandatarios, siempre criticándolos, siempre atizando fiel a la adolescencia de su estilo político.
La paradoja con el presidente Petro es que hoy ostenta el cargo más relevante del país, pero cada uno de sus actos lo condena más a la irrelevancia, a la burla y, por ende, a la nimiedad. Mientras el país demanda madurez, acuerdos y visión de largo plazo, el mandatario juega al choque, al desplante y al gesto confrontativo. Mientras Colombia demanda una diplomacia seria, con grandeza, este gobierno se la toma como un juego donde una persona escoge a los amigos que integrarán su equipo (Nicolás Maduro) para enfrentar a su rival (Donald Trump), porque si algo ha caracterizado a la mayoría de los funcionarios de esta administración, comenzando por su líder, es la diplomacia y la indignación selectiva.
Hoy los colombianos nos enfrentamos a la inmadurez política exhibida en la incapacidad de entender que las instituciones son más grandes que el ego; que el poder es un servicio, no un juguete que uno puede usar a su antojo.
El país no necesita a otro adolescente en la Presidencia. Necesita a un adulto que entienda que la rabia no sustituye al liderazgo, que el discurso no reemplaza a la estrategia y que el futuro de Colombia y del planeta no se decide con un megáfono en Nueva York, ni con órdenes caprichosas en “consejos” de ministros, sino con la madurez de quien entiende que gobernar no es agradar, sino resolver en función del bienestar de todos.
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