No es solo un problema de los gobernantes. Es también de quienes los eligen. La política del espectáculo no existiría sin ciudadanos que la aplauden, que confunden la impulsividad con autenticidad y la grosería con franqueza.
Vivimos una época donde los líderes gobiernan a punta de tuits y transmisiones en vivo. Trump convirtió la Casa Blanca en un reality show; Petro responde como un activista más en redes sociales, en lugar de hablar como jefe de Estado; Bukele posa con lentes oscuros en TikTok mientras reforma la Constitución a su medida. A los tres los une algo: no gobiernan solo con decretos y planes, sino con “likes”. Y lo grave es que buena parte de la ciudadanía está feliz con eso.
El problema no es solo de estilo. Cuando un presidente se enfrasca en peleas con Elon Musk, o amenaza con ir a Gaza a luchar en una guerra ajena, mientras guarda silencio frente a la tragedia de Venezuela, no estamos ante un simple exabrupto: estamos frente a una banalización de la política. La diplomacia deja de ser estrategia de Estado para convertirse en desahogo personal.
Y mientras tanto, los problemas de fondo se acumulan: inflación, inseguridad, educación, salud. Pero los titulares se los llevan las peleas en redes, los desplantes y las ocurrencias. Y como ciudadanos, muchas veces preferimos seguir el show antes que exigir soluciones.
La democracia se debilita así, poco a poco. No solo cuando se cierran congresos o se manipulan elecciones, sino cuando aceptamos que el gobernante actúe como influencer. Cuando nos parece normal que insulte, improvise o utilice el poder para alimentar su ego. Y cuando, incluso, premiamos ese comportamiento con más votos.
Las formas sí importan porque son el tejido invisible que sostiene las instituciones. Importan porque la prudencia, la mesura y la coherencia no son adornos, sino garantías de que las decisiones no dependerán del capricho del día. Importan porque un país no se puede gobernar desde la rabia, la ironía ni la burla.
Si como ciudadanos seguimos celebrando el show, no nos quejemos después del precio: democracias vaciadas de contenido, instituciones debilitadas y líderes que entienden el poder como un espejo, no como una responsabilidad.
En política, como en la vida, las formas no son un accesorio: son el límite que nos protege del abuso. Y si seguimos aplaudiendo el espectáculo, terminaremos viviendo en una democracia reducida a eso: a un espectáculo.
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