Lo que no entendemos lo ignoramos, lo que ignoramos lo olvidamos y lo que olvidamos, inevitablemente, se repite.
Colombia no atraviesa su mejor momento. El gobierno de Gustavo Petro ha estado marcado por la falta de orden, de lógica clara y, sobre todo, de impacto real en la vida de los ciudadanos. Sus discursos interminables, que muchas veces terminan convertidos en memes, no han logrado esconder una gestión plagada de escándalos y de señales de improvisación.
No quisiera decir que todo ha sido malo. Sería injusto desconocer algunos avances: la tasa de desempleo, por ejemplo, llegó en junio a 8,6 %, la más baja desde 2018; y en las principales ciudades se ubicó en 8,4 %. Son cifras históricas. Pero lo cierto es que, aun con esos datos positivos, el balance general nos deja un país más frágil de lo que estaba antes, incluso tras el golpe de la pandemia. Atribuirle a Petro cambios positivos de fondo en la economía suena extraño, y muchas veces contradictorio con sus propios discursos y la poca armonía que ha mostrado para gobernar.
Las cifras macroeconómicas no mienten: el déficit fiscal del primer semestre de 2025 llegó a 69,4 billones de pesos, equivalente al 3,8 % del PIB, el peor resultado en más de dos décadas. El propio Ministerio de Hacienda ya reconoció que el déficit de todo el año podría acercarse al 7,1 % del PIB, muy por encima de lo previsto en el plan fiscal. La deuda, el gasto público creciente y la falta de ingresos sostenibles pintan un panorama difícil. A esto se suma que, aunque el gobierno presume de un recaudo histórico en 2023, la mala administración, la burocracia y el gigantismo del Estado han diluido ese esfuerzo.
Y si hablamos de problemas, hay tres que ningún próximo presidente podrá esquivar: el hueco fiscal, el colapso del sistema de salud y la crisis de seguridad. La Nueva EPS, por ejemplo, acumula deudas superiores a 21 billones de pesos, con millones de facturas sin auditar y denuncias de duplicidad en los cobros. La propuesta oficial de reforma al sistema ha resultado poco clara y, en algunos casos, hasta contraproducente.
En materia de seguridad, las alarmas suenan aún más fuerte. Colombia enfrenta tensiones con sus principales aliados en financiamiento militar, carece de equipos modernos como aviones de combate, y ha permitido que los grupos armados se reorganicen y ganen terreno. Las cifras hablan solas: aumento en cultivos de coca, extorsión desbordada, asesinatos de líderes sociales, masacres y atentados que devuelven al país a épocas que creíamos superadas. A esto se suma un problema silencioso, pero no menor: las fallas en la protección de datos y las interceptaciones ilegales, como el escándalo de las “Carpetas Secretas”, donde se espiaron periodistas y defensores de derechos humanos sin autorización judicial. Si un Estado no garantiza la seguridad física ni la seguridad digital de sus ciudadanos, difícilmente puede llamarse fuerte.
El panorama es complejo porque a la crisis de seguridad se le suma la falta de recursos para enfrentarla. El candidato que prometa bajar impuestos, eliminar el IVA, no hacer reforma tributaria y al mismo tiempo invertir en todas las problemáticas sociales, simplemente estará mintiendo. Hoy no tenemos recursos: estamos endeudados, los ingresos por impuestos no alcanzan para cubrir el gasto, y el gobierno actual parece empecinado en empeorar esa situación, o en el mejor de los casos, en no hacer nada para revertirla.
El gran riesgo es que la factura de este desorden fiscal, sanitario y de seguridad no se le cobre a Petro, sino al próximo presidente. El inversionista que mire a Colombia en 2026 verá un país con déficit creciente, deudas desbordadas, un sistema de salud colapsado y una inseguridad que genera desconfianza. Eso significa mayor riesgo, tasas de interés más altas y menos inversión. A menos de un año de las elecciones, no nos dejemos engañar: esta no es una simple gripe. Es un catarro silencioso que, si no se trata, terminará en UCI. Y cuando eso ocurra, ya no importarán los discursos ni los memes; importará lo que quedó hecho, lo que quedó sin hacer y el costo que tendremos que pagar como país. Porque ningún sistema de salud, ni ninguna economía frágil, puede soportar indefinidamente un deterioro como el que estamos viviendo.
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