Cenizas

Cuando creía que ya nada podía sorprenderme de la violencia en este país, ocurrió lo impensable: un soldado envuelto en llamas en plena carretera. Fue en Villagarzón, Putumayo, donde dos militares fueron rociados con gasolina durante un operativo contra laboratorios de droga. A su alrededor, sus compañeros sitiados por una multitud enfurecida resistieron insultos y amenazas sin poder reaccionar. No fue una emboscada en la selva ni un combate regular, fue la barbarie en medio de la vida cotidiana.

Lo que vimos por los noticieros y redes sociales no es la rebelión espontánea de un campesinado contra el Estado ni un exceso aislado de la Fuerza Pública. Es la radiografía de un conflicto degradado en el que todos pierden. Los campesinos, presionados por grupos armados, son empujados a enfrentarse al Ejército bajo amenaza. Los soldados, enviados a territorios hostiles, terminan reducidos a blancos vulnerables pese a arriesgar la vida en nombre de la Constitución. Y el Estado, que debería proteger a ambos, llega tarde, mal y sin alternativas que devuelvan legitimidad.

Por eso es inútil repartir culpas como si se tratara de escoger bando. El campesino que bloquea una carretera lo hace más por miedo que por convicción. El soldado que queda herido en un ataque colectivo es el rostro visible de un Estado que pocas veces ofrece algo distinto a erradicaciones forzadas. Criticar esa dinámica no significa criminalizar a las comunidades ni absolver a los uniformados: significa reconocer que en Putumayo y en otras regiones del país la violencia se está tragando a los inocentes y borrando la diferencia entre víctima y victimario.

Michael Walzer advertía que incluso las guerras justas pierden legitimidad cuando se violan los límites morales: el inocente no se toca. Combatir el narcotráfico puede ser una causa legítima, pero si en ese camino los campesinos son usados como escudos humanos y los soldados terminan quemados vivos, lo que queda no es justicia sino un país que pierde su horizonte moral.

El Putumayo nos está diciendo algo que preferimos no oír: Colombia se está quedando sin inocentes. El campesino protesta porque lo obligan; el militar patrulla sabiendo que puede no regresar; la comunidad bloquea porque el miedo la acorrala. Todos reclaman su dolor, pero todos terminan infligiendo dolor. Esa es la trampa de una guerra degradada, cuando nadie puede reconocerse como inocente, la violencia se vuelve interminable.

No necesitamos más “plomo” ni más discursos heroicos sobre la “paz total”. Lo que necesitamos es devolver legitimidad al Estado en el territorio: proteger de verdad a la población civil, respaldar a la Fuerza Pública para que actúe con eficacia y respeto a los derechos humanos, y ofrecer a los campesinos caminos que los liberen del chantaje criminal.

El fuego de Villagarzón no solo quemó a dos soldados, evidenció que todo un país puede arder cuando la violencia borra la frontera entre civiles y combatientes. Frente a este panorama no hay matices: o se recupera la legitimidad, justicia y dignidad en los territorios, o estaremos condenados a contemplar, una y otra vez, cómo la nación se reduce a cenizas.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/juan-carlos-ramirez/

5/5 - (2 votos)

Compartir

Te podría interesar