Prejuicios y perjuicios

Los prejuicios son inherentes a todas las personas y relaciones sociales. Obedecen a la economía de la existencia humana, en tanto y en cuanto simplifican y determinan muchos de nuestros pensamientos, acciones y decisiones. Son, por tanto, inevitables y tienen un efecto práctico inconmensurable, para bien o para mal, generando perjuicios, algunos devastadores, como los que he padecido en el mundo laboral.

A priori, los prejuicios se asocian con actitudes negativas: prevención, suspicacia, recelo, entre otras. No obstante, y pese a la mala reputación de la palabra y los sesgos que generan, también pueden ser positivos, porque le dan rienda suelta a nuestras intuiciones y corazonadas, a la razón cordial (la del corazón), ahorrándonos largos procesos de racionalización.

El problema no es pues tener prejuicios, sino que estos nos gobiernen a nosotros, por pereza, temor a pensar o, simplemente, por no respetar las diferencias y los diferentes. No los podemos desterrar, pero tampoco deben ser nuestra principal guía de acción, porque también son malos consejeros, pues no nos dejan ver la amplia gama de matices entre el blanco y el negro, lo que nubla el pensamiento.

Siguiendo al francés Yvon Pesqueux, los prejuicios son juicios que preceden a la experiencia o la suplantan para ser admitidos como evidencia en detrimento de la deliberación y la demostración. A su vez, están basados en los estereotipos, que son simplificadores y globalizadores por defecto, ignoran las variaciones y son acciones que se repiten sin haberlas sometido a un examen crítico; además, pueden expresar un juicio, pero también pueden engendrarlo. He aquí el germen de ideologías y doctrinas dogmáticas, cuasi religiosas.

El tema, insisto, tiene consecuencias prácticas de fondo. Según la “Ley de Godwin”, «A medida que una discusión en línea se alarga, la probabilidad de que surja una comparación con los nazis o con Hitler se aproxima a 1». Y, en el caso colombiano, agrego, se compara también con fachos, guerrilleros, paracos o terroristas. El clima perfecto para la violencia fratricida que tenemos, y para todo tipo de exclusiones y estigmatizaciones, menos tangibles, pero no por ello menos letales para el espíritu.  

Me permito ilustrar lo planteado en primera persona. Los que me conocen saben estas tres cosas mías: 1) que soy antiuribista radical, pero no antiuribistas; 2) que no soy de izquierda ni he tenido nunca una militancia en grupos afines a ella; y 3) que, si fuera lo segundo, no tendría problema en decirlo, porque me parece tan legítimo ser de izquierda como de derecha, o del centro que reivindico, siempre y cuando no se atente contra la dignidad humana.

Pero por el solo hecho de ser lo primero (antiuribista), que una democracia debe ser tan respetable como ser antipetrista –que en parte también lo soy y nunca he votado por él– no solo me han estigmatizado, macartizado, satanizado y hasta criminalizado, sino que me han excluido, literalmente, de trabajos y oportunidades de trabajo, aun en los que mi rendimiento ha sido excelente, y lo digo sin modestia, pero también sin petulancia. En posgrados, por ejemplo, en donde he sido reconocido y premiado como “Profesor distinguido”, me han sacado–léase bien– por la única razón de ser antiuribista. Me han cerrado las puertas de universidades en las que los rectores e incluso dueños son amigos míos. No exagero. Además de formación, universitaria y empresarial, también me desempeño en consultoría y sería interminable la lista de casos en donde me señalan, me rechazan y me excluyen por el mismo motivo.

No soy el único, por supuesto. Somos millones de personas en Colombia los que hemos padecido este tipo de violencia. Tampoco es un asunto de los uribistas y de la derecha apenas, aunque es más acentuado en este espectro político, por una razón muy sencilla: este país es, por mucho, más de derecha, y en Antioquia es más acentuado, como lo reflejan las encuestas de opinión. Ser antiuribista es, por lo menos en nuestro departamento, hasta peligro de muerte y motivo de cancelaciones, de gente y entidades que se dicen demócratas y defensores de la libertad.  

Pero, como decía, la izquierda política –la armada, más que izquierda, son narcos, terroristas o ambas cosas– también estigmatiza. Entre los amigos de izquierda me tienen como “tibio”, porque creo en el centro, o, aún más simple, para ellos es suficiente con que sea católico para etiquetarme como godo: se les olvida que Jesucristo no era precisamente de derecha.  Con esta polarización por reducción de mentes y de miras, como yo, hay muchos colombianos que podríamos cantar, al tenor de Facundo Cabral, “no soy de aquí, ni soy de allá…”, lo que, a diferencia del difunto cantautor, no me hace feliz, pero sí digno. Y no quiero ceder ni capitular. Seguiré pagando el precio de soledad por incomprensión, impuesto por los tiranos del dogma. Clamaré respeto y empezaré a visibilizar a todo el que me falte al mismo. ¡Basta ya de perjuicios por sus prejuicios!

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/pablo-munera/

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