Las democracias no necesariamente mueren por golpes abruptos u ocupaciones violentas y de facto. De hecho, es más común que empiecen a enfermar y a extinguirse de manera endógena, disfrazadas con rituales electorales o protegidas por la fachada de una división de poderes cada vez más débil. La democracia venezolana, adormecida durante décadas por los ríos de dinero del petróleo, parió a Hugo Chávez. Y Chávez, desde sus entrañas, la fue carcomiendo poco a poco, con discurso y con fusil.
Hoy, veintiséis años después, Venezuela no es otra cosa que un Estado fallido. Sin ese caudillo popular y arrollador que encarnaba Chávez, el país quedó en manos de mafias que han sabido mantenerse estables y vigentes gracias a complicidades, sobornos y una represión sistemática. El chavismo mutó en una dictadura engrasada por el narcotráfico, sostenida por la corrupción y blindada por el miedo.
Aunque el régimen ha estado varias veces contra las cuerdas, siempre supo salir ileso:
- El paro petrolero del 2002.
- La muerte de Chávez.
- La proclamación e interinato de Juan Guaidó en 2019.
- La victoria de Edmundo González Urrutia en 2024.
Ninguno de esos momentos, que pudieron ser puntos de quiebre, logró tumbar a la dictadura. Al contrario, el régimen aprovechó cada crisis para reacomodarse, fortalecerse y blindar sus estructuras de poder. Maduro, Cabello, Padrino, Rodríguez y compañía entendieron que el caos también es un método de control.
Ahora somos testigos del mayor despliegue militar de Estados Unidos en el continente en más de treinta años. Y vale preguntarse, no sin escepticismo: ¿es esta por fin la hora final de un régimen narcotraficante y asesino? ¿Será posible que la historia, tantas veces repetida con frustración, esta vez cambie de rumbo?
Mis deseos están con el éxito de esta operación que, viva o muerta, logre separar del poder a esa cúpula que ha secuestrado al país. Pero lo cierto es que no cabe una decepción más. Cada promesa incumplida, cada intento fallido, cada esperanza rota, termina alimentando un perverso juego psicológico que fortalece a la dictadura y debilita a la oposición. La maquinaria del chavismo sabe que la frustración prolongada paraliza, y esa parálisis es su mejor aliada.
Además, no se trata solo de bombardear objetivos de alto valor o ejecutar operaciones de extracción quirúrgicas. El problema es mucho más profundo. La descomposición social en Venezuela es tal que incluso una eventual caída del régimen no garantiza la reconstrucción inmediata. La corrupción ha permeado hasta el último resquicio de la administración pública; la criminalidad opera como un Estado paralelo; el aparato productivo está destruido; el sistema de salud es ruinas; y el éxodo masivo ha vaciado a la nación de su capital humano más valioso.
Reconstruir Venezuela no será fácil ni rápido. Requerirá años, quizá décadas, de inversión, acompañamiento internacional y reconciliación interna. Y aun así, el reto mayor seguirá siendo recuperar la confianza de un pueblo que ha sido traicionado una y otra vez, tanto por quienes usurpan el poder como por quienes prometieron recuperarlo sin éxito.
Sin embargo, pese a todo el dolor, el hambre, la huida masiva, la represión y la desesperanza, Venezuela sigue latiendo. Hay un país que aún resiste, hay millones de voces que no se han apagado. El éxito o el fracaso de lo que está por venir no solo marcará el destino de una nación, sino también el de todo un continente que observa con atención.
La última esperanza de una Venezuela herida no puede permitirse fracasar. Porque si esta oportunidad también se desvanece, lo que morirá definitivamente no será un régimen, sino la fe misma en que un país, después de tanto sufrimiento, pueda volver a levantarse.
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