He sido un crítico de la polarización, pero en concreto, en determinados contextos, como el colombiano, donde el discurso político desborda todos los niveles de sensatez y decencia.
No obstante, la polarización, en abstracto, como todos los fenómenos, no es buena ni mala por sí misma, depende de las circunstancias y modos de vivirla. En nuestro país, donde la realidad, empezando por la desigualdad, es tanto o más fuerte que el discurso, la polarización –cierta polarización– no solo es inevitable, sino también necesaria. Un antídoto contra la unanimidad, los totalitarismos y las dictaduras.
La polarización se alimenta de los extremos o de los extremistas, los cuales, más allá de si nos gustan o no, existen, y nos permiten entender que la existencia de grises y matices no anulan la coexistencia de blancos y negros. Saber que, aunque entre los opuestos hay o puede haber complementariedades, los antagonismos siempre estarán presentes o latentes. Reconocer, por tanto, y sin paranoias ni ingenuidades, cierta fascinación atávica por la guerra.
Aquí no son indispensables los extremos para que exista polarización. Con los extremistas es suficiente. No admiten matices, porque son reduccionistas: “el que no está conmigo, está contra mí”. No es necesario tener ideas opuestas, basta con que alguien tenga intereses diferentes para estigmatizarlo, satanizarlo y criminalizarlo.
Somos una tierra fértil en extremistas y polarizadores, empezando por nuestros políticos más reconocidos: Uribe y Petro, Quintero y Fico, Vicky Dávila y Claudia López. Sus trinos suelen destilar cizaña y odio, con el cinismo de señalar a los otros los guerreristas y proclamarse pacifistas. Son maniqueístas de oficio.
El problema no es que estén en polos opuestos, sino que distorsionan, adrede, la realidad, con el agravante de que son líderes de opinión, a los que siguen millones de colombianos. Pueden parecer delirando, pero no lo están. Lo hacen premeditadamente: con cálculo político personal.
No creo, por ejemplo, que ninguno de los de derecha considere, de verdad, que el expresidente Santos sea de izquierda, guerrillero o petrista. Tampoco creo que los de izquierda, o Daniel Quintero –que ni se sabe ideológicamente qué es– esté convencido, como se muestra, de que Fico es un delincuente o el cabecilla de un combo, como lo ha expresado. Son, más que inteligentes, personas informadas y saben que no es así, pero explotan esas mentiras porque les dan réditos políticos.
Las actitudes polarizadoras son las que hay que denunciar y combatir. Tenemos suficiente con tantos conflictos sociales, como para amplificarlos con nuestros discursos o crear otros con nuestras palabras. Polarizar a la polarización es una patología.
No se trata de hacernos pasito y de tratarnos con eufemismos para maquillar o minimizar nuestra dura realidad, a la que hay que nombrar como tal. Si son guerrilleros, terroristas, paracos o fachos, se les puede decir así, pero si está comprobado que lo son. Petro, por ejemplo, fue guerrillero del M-19, como Everth Bustamante, que se convirtió al uribismo, pero desde que desmovilizaron, no lo son. ¿Para qué seguirles diciendo así?
No alimentemos la polarización, pero tampoco la neguemos. El desconocimiento de los conflictos los agranda y agrava. Las contradicciones y antagonismos hay que reconocerlas y nombrarlas claramente. Lo que esté polarizado hay que abordarlo como tal, para poder visibilizarlo y enfrentarlo.
Si no hubiera habido una polarización radical y sistemática de la izquierda frente a Álvaro Uribe, éste no habría cambiado la Constitución una vez sino varias para reelegirse indefinidamente, como Bukele. Y Petro ha dado señas de que él también haría lo propio; menos mal que no va a poder. En eso no se diferencian. También se parecen en que, como gobernantes, se han concentrado en sus electores y no en todo el país, como debe ser. Es otra patología: polarizar lo que no se debe, en este caso, una nación.
Tener una contraparte fuerte, polarizada si es necesario, es lo que ha evitado, hasta ahora, que no caigamos en una dictadura y que se mantengan firmes algunas de nuestras instituciones democráticas. Sin polarización hubiéramos tenido que padecer la mano dura y el “corazón avaro” de Uribe por décadas, y la “paz total” (¿guerra?) de Petro por otro tanto de tiempo.
Ahora, aunque necesaria, la polarización no se puede volver un fin. Basta con la que hay como para, además, buscarla, por acción u omisión, lo cual ocurre cuando nos quedamos viendo solo los antagonismos y amenazas, y no miramos también las complementariedades y oportunidades que hay en medio de las diferencias. Desconocer lo que nos une para centrarnos solo en lo que nos divide es otra patología más.
Es lamentable y vergonzante que los dos políticos más influyentes de Colombia durante este siglo, Uribe y Petro, no le hayan dado un solo ejemplo al país de cooperación. Eso es propio de dogmáticos, megalómanos y mezquinos, no de hombres de estado, rótulo que ninguno de los dos se merece. La polarización, cuando se libera de sus patologías, es fuente de creatividad y desarrollo: de las ideas, de la sociedad y de la democracia. Es necesaria, pero no hay que promoverla, sino gestionarla, para ver complementariedades y no solo contradicciones, y para vernos en ese espejo que son los otros. El problema no es, pues, la polarización, sino los polarizadores.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/pablo-munera/