No hace tanto tiempo que quienes querían aspirar a cargos de dignidad hacían todo lo posible por encarnar las cualidades requeridas para ocuparlos o disimular que las tenían. Exhibían conocimiento y preparación académica: se les llamaba estadistas; se procuraban una fachada de vida intachable (tal vez alguno la tenía) y por eso eran cierto ejemplo para la sociedad: de cultura, de superación, de ejecutorias, de ejercicio de la ciudadanía, de búsqueda del bien común. En tiempo de elecciones, salían a la plaza pública, después a la televisión, y tenían que exponer sus programas y sus ideas.
Pero algo cambió (¿se rompió?) en la sociedad, y el terreno de la política es un campo de exhibición de la miseria humana. Los políticos, en esa lógica performativa, compiten unos contra otros en una carrera por cuál pierde el pudor de modo más escandaloso para aparecer ante las audiencias como el más incorrecto en sus formas, el más radical en sus odios, el más audaz en expresar sus intenciones de silenciamiento, destrucción y hasta exterminio de los otros, ya no oponentes sino enemigos.
No quiero ser ingenua: no es que los políticos hayan dejado de ser “buenos ciudadanos”, han dejado de disimular que lo son. Lo digo con la esperanza de estar generalizando hasta la caricaturización. Pero lo anterior es grave en la medida en que mientras haya democracia, los gobernantes tienen responsabilidad y poder de representación: encarnan en su persona a todos los ciudadanos juntos. Eso es lo que dice la teoría. En la práctica, cambiaron estas cinco cosas, seguramente otras más.
- Sin partidos fuertes, los políticos están solos. Su reconocimiento depende de lo que puedan hacer con su propia lengua: decir lo que sea, verdad o mentira, para hacerse notar, o con sus propias garras: tomar recursos de donde toque, con las alianzas que se presenten, sin preguntas y sin asco, porque no hay cómo más garantizar la financiación.
- Cada vez más pobres, con menos periodistas, menos anunciantes y menos audiencias, los medios tradicionales también están solos. Compiten codo a codo con los políticos en la selva del ciberespacio por el clic, las visualizaciones, los retweets, las interacciones. Así que no están para hacer pensar a nadie sino para reproducir la indignación o la procacidad con titulares atractivos y ahondar en el nuevo escándalo.
- Los ciudadanos también están solos: oyen solamente la reverberación de su propio eco, que rebota contra las paredes de los algoritmos, entrenados para reducir la disonancia cognitiva. Esto es, para ser espejos de sus modelos de pensamiento y ecualizar la sinfonía de voces de tal modo que sobresalgan los tonos que los exaltan de rabia o entusiasmo para moverlos al like, al retuit, al clic y así realimentar la esfera ad infinitum.
- En la era de las narrativas y el “storytelling”, los políticos se concentran en fabricaciones de fácil consumo porque la hiperactividad digital e informativa anula el espacio para pensar en lo complejo. Entonces, como dice Byung Chul Han en La crisis de la narración, en vez de crearse comunidades con lazos de empatía, se crean communities de seguidores que reclaman reiteración y novedad al mismo tiempo. Esta última la obtienen de los escándalos fabricados por los políticos para ellos.
- El culto a la personalidad, que ya era un motivo de crisis en la política, se convirtió en el código de comunicación predominante a causa de los “shorts” y las “stories”, que reproducen microdosis adictivas de exhibición narcisista. Esta exacerbación del ego, que ya no es exclusiva de los políticos, sino de los influencers y de los ciudadanos corrientes que aspiran serlo, promueven una incapacidad generalizada de mirar a los otros, si no es para reconocer en ellos una amenaza.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/catalina-montoya/