Las cárceles serán un punto neurálgico del próximo debate electoral por la presidencia de Colombia. Y no es para menos. En estos sitios, detrás de los muros de hacinamiento y las rejas oxidadas, se toman decisiones que impactan en buena parte de la seguridad del país. Y, sin embargo, el discurso electoral suele reducir el tema a una cuestión de “mano dura” o a la “construcción de más cupos carcelarios”. Estas posiciones suelen estar alejadas de soluciones reales y sostenibles a las múltiples problemáticas que arrastra el sistema carcelario.
Hoy no es extraño hablar de la crisis estructural que vive el sistema penitenciario colombiano desde hace años. La Corte Constitucional la ha calificado como un estado de cosas inconstitucional. El hacinamiento llega a niveles insostenibles: hay centros donde la sobrepoblación supera el 300 %, con la consecuente dificultad para asegurar mínimos dignos de vida como acceso al agua potable, a una buena alimentación o a un espacio para descansar en la noche. A esta realidad se suman las denuncias de corrupción y privilegios ilegales, como las “celdas VIP” con lujos para unos pocos. En esas condiciones, ¿qué resocialización puede esperarse?
Un estudio reciente sobre el sistema penitenciario colombiano muestra que los presos asignados a cárceles nuevas y menos hacinadas tienen un 36 % menos probabilidades de reincidir en el primer año de libertad, y que el efecto se mantiene durante los tres años siguientes. La diferencia no solo está en los muros: las nuevas instalaciones brindaban mayor acceso a programas educativos y ocupacionales, además de condiciones humanas más dignas. La evidencia es clara: cuando las cárceles funcionan, también se reduce el crimen en las calles.
Una buena parte de la delincuencia que atemoriza a la ciudadanía se planifica desde el interior de las cárceles. El “orden” del crimen en las calles también se establece y protege por personas que han sido capturadas y judicializadas por el Estado, pero incluso así conservan su poder y legitimidad. Así, las cárceles, en lugar de reducir el crimen, pueden convertirse en lugares que lo potencian y reproducen. Lo que debería protegernos, termina siendo parte de la amenaza.
En este contexto preelectoral, las excarcelaciones o beneficios judiciales están siendo impulsadas principalmente desde el ámbito del gobierno actual, en el marco de la política de Paz Total. Esta iniciativa propone rebajas de penas y beneficios judiciales a cambio del sometimiento a la justicia, desarme, confesiones y reparación por parte de grupos criminales, aun cuando implique un mayor riesgo de reincidencia. Varios candidatos en respuesta prometen nuevas cárceles y endurecimiento de penas. Lo que casi nadie plantea es cómo transformar las cárceles –que evidentemente no desaparecerán de nuestro contexto en el corto plazo– en verdaderos espacios de resocialización y reducción del delito. El populismo penal vende votos rápidos, pero no construye convivencia.
No se trata solo de discutir sobre la infraestructura carcelaria, sino de preguntarnos qué modelo de sociedad queremos. ¿Una que siga llenando prisiones sin resolver las causas del delito?, ¿o una que asuma el reto de prevenir, resocializar y reintegrar? La respuesta definirá, en buena medida, el futuro de la seguridad en nuestras calles. Los candidatos deben ofrecer más que frases rimbombantes sobre el tema carcelario. Las cárceles no son un asunto secundario ni técnico: son un eje central de la seguridad ciudadana. Si siguen siendo fábricas de criminalidad, el miedo seguirá acompañando cada paso que damos en la ciudad. Apostar por cárceles que funcionen, con justicia y dignidad, no es indulgencia: es una apuesta por una estrategia seria de seguridad y convivencia.
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