De mi infancia y juventud recuerdo una frase repetida por las mamás: “cuando seas madre me vas a entender”. En su momento, mi inmadurez y arrogancia juvenil —que duraron hasta hace poco— no comprendieron lo que interpretaba como una postura de superioridad moral. Hoy sé que tenían razón.
Ahora veo lo que no veía, y lo que solo una madre puede ver, aunque algunos lo intenten. Porque hay cosas que solo se entienden si se pasan por el cuerpo o se entrega el alma al aprendizaje. Esta es una de ellas.
Desde que empecé a mirar el mundo con los ojos nuevos que me regaló la maternidad, dejé también de entender cosas que antes creía saber. Recuerdo que juzgaba a mi mamá por no ver lo que yo veía, pero hoy sé que sí lo supo cuando no era madre, y que después de serlo, todo cambió. Para sostener la vida, todo tiene que cambiar.
Y no lo entendemos lo suficiente. Esa falta de comprensión es, quizás, una de las razones por las que tantos niños y niñas mueren en bombardeos, de hambre, de desnutrición. Es por eso que muchos desean no vivir. Y eso, como sociedad, es fallar.
¿Qué entendí? ¿Y qué dejé de entender?
Entendí que no existe transformación personal más profunda que la maternidad. Antes lo decía como frase hecha, pero ahora sé, con cada fibra de mi cuerpo, de qué transformación hablábamos.
Entendí que maternar no es solo un proceso biológico, sino profundamente espiritual, emocional y logístico. Que una mujer jamás vuelve a ser la misma después de dar a luz. Que necesita ayuda.
Entendí que lo más duro no es el embarazo, donde se concentran todas las ayudas sociales, familiares y estatales. Ahí la transformación apenas comienza. Lo que no comprendo es cómo no se acompaña a las mujeres en el postparto. A ella, como mujer.
Comprendí por qué tantas madres sufren. Por qué tantas mujeres están tristes. Porque rara vez se reconoce su valor, su entrega, su generosidad al construir —con sus células, su sangre, su calcio, sus hormonas— a un nuevo ser humano. No hay labor más grande ni más seria en toda la humanidad.
Cuando decían que ser mamá es difícil, no se referían a los hijos —a quienes aman con locura—, sino a las parejas que no maduran a la misma velocidad, al sistema laboral que cree que cuatro meses de licencia son suficientes (evidentemente, esa ley no la escribió una madre), al sistema de salud que las abandona después del parto, y a los entornos sociales que las excluyen “porque ahora es mamá” en lugar de abrazarlas como nunca.
Entendí que la lactancia es difícil. No solo por el dolor físico, sino por las opiniones ajenas, el juicio constante, la sensación de no ser suficiente. Que es mucho, o que es poco. Que por qué sí, que por qué no.
Aprendí que no se opina sobre la forma de maternar de una mujer. Porque no hay una sola madre en el mundo que no esté haciendo lo mejor que puede. Lo único que no se le debe hacer sentir es incapaz o abrumada. Porque sería, al menos, injusto. Y, más aún, inhumano. Su cuerpo acaba de obrar un milagro. Sabe. Lo ha demostrado.
Entendí que maternar se aprende. Pero no en cursos prenatales ni en redes sociales, sino desde la intuición, desde el ensayo y error. Y, sobre todo, en conversación con otras madres. Porque las mujeres hablan de maternidad para aprender juntas, no porque sean intensas. Por eso dejé de entender a quienes se aburren cerca de las mamás, que no quieren escuchar de pañales ni pataletas, cuando lo único que deberíamos aprender es a sostener la vida. Pero la vida aburre.
También entendí que ser madre es completamente distinto a ser padre. Ellos tratan de construir un vínculo que no les fue dado naturalmente, y muchos no logran conectarse nunca, porque no se entregan al aprendizaje, al amor incondicional que exige dejar de ser niños. Y eso duele. En una sociedad infantilizada, adicta a la dopamina y al entretenimiento, nadie quiere crecer.
Entendí que las presiones por volver a tener el cuerpo de antesenferman a las mujeres, las desconectan de su proceso de transformación y las convierten en blanco de comentarios sociales crueles.
Pero, sobre todo, entendí de qué se trata la creación de la vida. Lo que se siente al ver a un ser humano que, sin ti, no existiría. Comprendí que no hay agenda política más importante que la vida, el alimento, el cuidado, la salud. Que ningún argumento justifica la falta de amor por los demás. Ningún punto de vista merece respeto si atenta contra la vida y la dignidad. Nadie que ha maltratado o destruido vidas debería tener acceso al poder, a un micrófono o a una tarima. Ese sujeto no ha entendido lo más básico de la existencia.
Entendí por qué somos sociedades violentas. Porque nos lideran hombres desconectados de la vida. O mujeres que, para sobrevivir en ese mundo, se masculinizaron hasta el punto de olvidar su poder, y en muchos casos, de resentir su propia maternidad.
Y si esta reflexión no basta, cierro con datos. Desde 1945, ha habido unos 4.200 gobernantes en el mundo. Solo el 5% han sido mujeres. Del total de hombres, el 80% ha estado involucrado en masacres y asesinatos de civiles. De las casi 192 mujeres que han gobernado, menos de cinco han ordenado bombardeos: Margaret Thatcher, Golda Meir, Indira Gandhi. No podría nombrar a todos los hombres involucrados porque no caben en esta página. Son más de 2.000.
Sí. Algo no han entendido los hombres y sí, la violencia es un asunto de género.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/juana-botero/