Dos caricaturas

Entre la crueldad y el exceso de humor hay una delgada línea que convierte la sátira en herida. En las últimas semanas vi dos caricaturas —una de ‘Patán’ y otra de ‘Chócolo’— que tomaron como blanco el repudiable atentado sicarial contra el senador y precandidato Miguel Uribe Turbay, ocurrido el 7 de junio de 2025.

El primero fue ‘Patán’, quien hizo una adaptación de un capítulo de Los Simpson en la que descubren, por medio de una radiografía, que Homero tiene alojado un crayón en el cerebro, una alusión de pésimo gusto, que trivializa un hecho deleznable, aunque después el autor expresó una disculpa pública, comentando que su intención no era otra que advertir sobre el peligro del porte de armas en una sociedad violenta como la colombiana. El turno después fue para ‘Chócolo’, que publicó un dibujo bajo y vil, en el que se burla “indirectamente” de una persona que en este momento lucha por vivir. A este segundo no le he visto expresión alguna de arrepentimiento.

Estos dos casos recientes (porque hay miles) ejemplifican un desafío que vive nuestra actual democracia: el ejercicio de la libertad de expresión no debería convertirse en un cheque en blanco para “decir lo que se nos dé la gana” sin reparar en el impacto sobre quienes sufren el suceso. La libertad de expresión —consagrada en la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 como pilar de toda sociedad libre— implica también una responsabilidad ética. Cuando el humor busca denunciar, debería tomarse más en serio el hecho de entender el dolor de la víctima.

Por supuesto que esto no se trata de coartar el humor ni la crítica; al contrario, la sátira política ha sido históricamente un instrumento poderoso para cuestionar el poder. Pero reducir un intento de asesinato a un chiste crudo, sin un contexto claro que nos cuestione, equivale a banalizar el uso de la violencia en la arena pública. El problema no es la ofensa, pues esta es parte intrínseca del humor, sino la falta de propósito más allá de herir.

Disfrutar, sí, disfrutar de la libertad de expresión es un logro colectivo que nos diferencia como sociedad democrática (en Corea del Norte, por ejemplo, un caricaturista crítico no alcanzaría a publicar dos veces). Con él, sobra el derecho a la polémica y a la irreverencia; pero, justamente por ello, somos acreedores de una responsabilidad mayor: medir el mensaje, sopesar las posibles heridas y preguntarnos siempre “¿qué gana la sociedad con esto?”. La caricatura puede golpear más fuerte que la palabra; y reírse a costa del dolor y la vida ajenos es, en mi opinión, la constatación de una inteligencia pobre y mediocre.

La libertad de expresión es una conquista que demanda empatía y altura en lo que decimos, sea favorable o crítico. Si no aprendemos a ejercerla con un propósito real, terminaremos confundiendo la violencia con expresión, la herida con irreverencia y la deshumanización con libertad.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/andres-jimenez/

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