La semana pasada, en San José del Guaviare, el periodista de la cadena radial Caracol, Gustavo Chicangana, recibió tres impactos de bala en el cuello, el pecho y el hombro. Heridas letales que, por suerte, fueron atendidas a tiempo por los médicos. Su esposa también resultó herida. Afortunadamente, hoy ambos se encuentran estables y se recuperan en la Clínica Fundación Santa Fe de Bogotá. Chicangana venía recibiendo amenazas desde hace años por su labor informativa e investigativa, especialmente por parte de los grupos armados que operan en la región. Amenazas que su esquema de protección no logró evitar y que, como tantas veces en este país, terminaron por concretarse.
En 2024 fueron asesinados dos periodistas regionales en Colombia. Con estas cifras, según la ONG Reporteros Sin Fronteras, Colombia sigue siendo el segundo país de América Latina donde ejercer el periodismo es una actividad de altísimo riesgo, después de México . Desde 1938 —año en el que fue asesinado el periodista Eudoro Galarza Ossa por un teniente del Ejército que salió impune gracias a la defensa de Jorge Eliécer Gaitán— se han contabilizado 169 periodistas asesinados. Y muchos más han sido víctimas de hostigamientos, amenazas, censura y exilios. Todo esto, según cifras de la Fundación para la Libertad de Prensa (FLIP), que lleva décadas haciendo el registro de lo que, tristemente, ya parece una rutina nacional: silenciar al que incomoda.
Cuestionar los poderes e informar con verdad y transparencia es el fin mismo de este oficio. Un oficio incómodo para algunos, pero profundamente necesario para una sociedad como la nuestra, con realidades tan complejas, cruentas y enrevesadas. Gracias al periodismo, y a la valentía e integridad con la que lo han ejercido hombres y mujeres a lo largo de la historia, se ha hecho justicia en casos donde incluso los tribunales han sido lentos, ausentes o confusos.
Hoy las amenazas para el periodismo en Colombia son las mismas de siempre: los poderes corruptos, los actores armados y la indiferencia institucional. Y aunque llevamos décadas repitiéndolo, sigue siendo urgente —urgente con todas sus letras— proteger a quienes ejercen este oficio, especialmente a quienes lo hacen en condiciones adversas, en departamentos y municipios donde la verdad pesa, incomoda y duele más, y donde el asedio de los violentos es constante.
Proteger al periodismo no es un favor, ni un gesto simbólico. Es una obligación democrática. Es un elemento fundamental del sistema de frenos y contrapesos. Porque sin periodistas libres no hay verdad, y sin verdad no hay justicia, no hay memoria, no hay transformación. No hay país. Las letras del periodismo nacional no se pueden seguir escribiendo en tinta sangre. La defensa del periodismo es, en últimas, la defensa del derecho a saber, a preguntar, a exigir. En un país como Colombia, donde tantos prefieren el silencio, seguir hablando —seguir informando— es ya un acto de resistencia.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/samuel-machado/