“Quien solo mira su montaña, confunde el horizonte con una pared.”
Es bien sabido que este Valle de Aburrá, donde está situada Medellín, es rico en gente y recursos. Los que habitamos aquí tenemos fama de ser “queridos”. Se dice que la ciudad es una mina empresarial: que si uno levanta una piedra, encuentra un emprendedor. También se dice que hay mujeres bellas y talentosas, y todos quedan impresionados porque de aquí han salido superestrellas musicales y presidentes de la República.
Nosotros nos la pasamos contando en todo el mundo la historia del GEA, de los prohombres paisas y de cómo ellos levantaron a Medellín del narcotráfico en las épocas más oscuras de la violencia, acompañados de unos supergobiernos. La verdad es que todo esto es cierto y falta mucho más por contar. Por supuesto que tenemos razones para sentirnos orgullosos, pero honestamente se nos va la mano, porque el exceso de orgullo se vuelve soberbia, y el exceso de uno mismo, ceguera.
Escribo esto porque me inquieta esta cultura en la que crecí; me inquieta que siga siendo igual a la de hace treinta años, y me preocupa que continuemos siendo tan cerrados, los mismos con los mismos. No hay apertura.
Es increíble que en pleno siglo XXI un paisa se presente en otro país como de Medellín, que haga un esfuerzo enorme por explicar que es de Colombia, pero de Medellín, y que eso es distinto.
Impresiona lo orgullosa que es esta sociedad: una que no escucha y que siente que todo aquel que la cuestiona es un enemigo. Pero la verdad es que sufrimos de sordera, porque aunque en el mundo reconozcan nuestros méritos, también dicen que somos la sociedad más cerrada de Colombia, que hacer negocios con un paisa es imposible porque solo hacemos negocios entre nosotros. Dicen que somos queridos entre semana y que sonreímos, pero que entrar en nuestra vida es imposible. Dicen que somos tercos y que no paramos de hablar.
Pero no sabemos qué piensan fuera de este terruño, porque la gente de Medellín no se abre ni a Bogotá, la capital de su propio país. Son pocos los paisas que conocen Tolima, Huila, Casanare o el Amazonas. Los paisas se pasan el año completo yendo al suroeste antioqueño, al oriente antioqueño, al occidente antioqueño o a Tolú cuando quieren ir al mar. Un paisa no es muy colombiano, y mucho menos latinoamericano.
Es obvio que no lo somos porque no tenemos líderes con visión periférica, que busquen nuevos horizontes. Por el contrario, esta sociedad está enrocada social y económicamente. Parece que la apertura global no nos ha llegado. Somos personas que seguimos hablándonos entre nosotros mismos, que cuando asistimos a eventos nacionales o internacionales, nos sentamos juntos en la mesa, como en el colegio.
Pero decir esto en Medellín es riesgoso, por eso nadie lo dice, aunque muchos lo piensen. Porque lo “sacan a uno del llavero” y lo tildan de izquierdista, petrista o traidor.
Aquí no se evalúa, no se miden los juicios, no se reflexiona; aquí se juzga, y duro. Con razón el silencio termina siendo la opción más inteligente.
Lo que se pierde es infinito cuando una sociedad se enroca. Porque cuando se trabaja siempre con las mismas personas y en los mismos sectores, se pierde visión. Cuando se contrata solo por las roscas de estos o aquellos, se pierde talento. Cuando se cierra una ciudad a la visión del mundo, se siembra la semilla del nacionalismo. Y eso no solo es lamentable, es peligroso.
Porque una región o una ciudad es fuerte si es diversa, si es abierta, si es del mundo. Y el mundo no lo traen los turistas que vienen un par de días o meses. Para tener una mente abierta hay que cambiar de conversaciones, de personas con las que se conversa; hay que buscar talento en Colombia, proveedores en el mundo, referentes en otros países, socios de otros sectores, etc.
No podemos ser un pueblo que le tiene miedo a lo que está detrás de sus montañas, porque no son una muralla.
El mundo está lleno de posibilidades, de caminos, de estilos de vida, de formas de decir las cosas e incluso de modelos mentales diferentes.
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