Ante la indiferencia que aún persiste frente a los sistemáticos ataques contra líderes sociales en el país, vale la pena recordar una definición recogida en el libro Casa de las estrellas, del profesor Javier Naranjo, silencio: “Es cuando uno está en la eternidad”.
En Colombia, alzar la voz para defender la vida, el territorio o la dignidad no es solo un derecho, es un acto de resistencia. Quienes lo hacen no hablan únicamente por sí mismos, sino por sus comunidades, por sus procesos, por la memoria colectiva. Por eso, cuando los asesinan, no solo apagan una voz: intentan borrar un tejido entero.
Ocho de esos líderes fueron asesinados y enterrados en una fosa común en Calamar, Guaviare. Eran referentes espirituales y sociales, convocados por actores armados bajo engaño y ejecutados sin posibilidad de defensa. El crimen no fue solo contra ellos, sino contra lo que representaban: la fe, la organización, la esperanza. El silencio que siguió no fue una pausa, fue una amenaza. Un mensaje dirigido a todos: “callen o paguen el precio”.
Este es el rostro más brutal del silenciamiento, el que se impone con armas, con miedo, con muerte. Pero no es el único. Existen otras formas de callar que, aunque menos visibles, también hieren. Silencios que no matan con balas, pero que erosionan lentamente la posibilidad de ser, de decir, de existir.
Se silencia cuando se censura una canción, cuando se borra un mural, cuando se impone una única forma de pensar. Se silencia cuando una mujer calla para no ser violentada, cuando una persona LGBTQ+ desaparece del discurso público, cuando una comunidad indígena no puede nombrar su lengua sin ser estigmatizada. Estos silencios no compiten con el dolor de Calamar: lo amplifican. Son parte del mismo entramado que busca borrar lo diverso, lo incómodo, lo libre.
No obstante, el silencio también puede ser otra cosa. Cuando es elegido puede ser fértil. En las culturas ancestrales, callar es sabiduría. En la poesía, es el verso que se insinúa. En el arte, es pausa que enmarca. Pero cuando se impone, el silencio deja de ser pausa y se convierte en mordaza.
Según el Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz), 67 líderes sociales han sido asesinados en Colombia en lo que va de 2025. La mayoría eran defensores del territorio, de los derechos humanos, de la vida. Cada asesinato no solo apaga una voz, busca desarticular procesos colectivos, sembrar miedo, imponer el silencio como norma. Y sin embargo, algo resiste. En medio del miedo, hay quienes insisten en hablar: una madre que exige justicia. Un joven que pinta su consigna en una pared. Un docente que enseña a pensar. Una comunidad que se organiza para proteger la vida. Cada gesto, cada palabra, cada acto de memoria es una victoria ante la barbarie.
Guardar silencio no puede ser el camino de una sociedad que busca la paz. Una democracia solo se hace fuerte cuando todas las voces pueden expresarse con libertad y sin miedo. Por eso necesitamos una ciudadanía activa: que escuche, que converse, que defienda con firmeza el derecho a hablar. Hoy más que nunca urge una reflexión ciudadana: ¿Qué voces faltan en nuestras conversaciones?, ¿Qué temas evitamos?, ¿Cuántas veces hemos callado por temor, por comodidad, por costumbre?
Que la voz colectiva de Colombia no solo sobreviva, sino que florezca. Que el país que soñamos empiece por no silenciar a nadie más.
Y si alguna vez decidimos callar, que sea – como se lee en el libro Casa de las estrellas – porque estamos imaginando algo tan grande, tan luminoso, que solo el silencio puede contenerlo por un instante.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/juan-carlos-ramirez/