A raíz de los muy violentos hechos de las últimas semanas, distintos líderes nacionales convocaron a desescalar la violencia discursiva. Los medios de comunicación, la Iglesia católica y otras instituciones hicieron propuestas y amplificaron el llamado al respeto por quien piensa y actúa distinto.
Varios de esos líderes políticos dijeron que sí, que eso era lo “fundamental”; sin embargo, persisten en estigmatizar y mentir. Ahora, lo que sí es fundamental -en el sentido de aquello que está en la base de algo, el fundamento- es que los ciudadanos replanteemos la manera en que nos tratamos y lo que le exigimos a los políticos.
Desescalar la violencia discursiva también es tarea nuestra, cotidiana, porque parece que estamos llenos del mismo impulso agresivo: nuestra paciencia se agota con facilidad, juzgamos con rapidez y etiquetamos de forma peyorativa a quien consideramos diferente y, a veces, celebramos la “franqueza” cuando, en realidad, es violencia verbal.
La tarea no es sencilla, pero sí es urgente. Lo primero es reconocer que hay diferencia entre la crítica y el ataque. Una democracia sana necesita el disenso y la crítica, pero eso no significa que todo cuestionamiento deba ser incendiario. Se puede disentir sin deshumanizar al oponente.
Segundo, promovamos todos una ética de la palabra pública. Está claro que no es lo mismo una opinión privada que una declaración pública, pero el compromiso de no agresión verbal es un pacto mínimo de respeto que deberíamos cumplir todos, incluso si no tenemos un rol público.
Tercero. La lógica de la viralidad hace que las declaraciones más incendiarias ganen espacio. Y aquí los medios de comunicación tienen mucha responsabilidad, pues también es una decisión editorial: pueden elegir amplificar las voces que construyen y no las que destruyen. Esto no significa suavizar la realidad, sino no caer en el juego de la confrontación vacía. No es censura, es responsabilidad.
Y quienes estamos en la orilla como espectadores debemos asumir de manera enfática la tarea de no multiplicar los mensajes de odio y mentira. Además, nos urge aprender a expresar desacuerdos sin recurrir al insulto, al sarcasmo humillante o a la ironía destructiva.
Cuarto. Muchas veces la violencia se cuela por la metáfora: “dar la pelea”, “aniquilar al contrincante”, “disparar argumentos”, “linchar mediáticamente”, “ser guerreros”. Estas expresiones normalizan el clima de confrontación total. Usar otras imágenes podría cambiar el tono del discurso y enfocar la conversación en los propósitos.
Finalmente, si todos ponderamos el discurso constructivo, el sistema cambia y se ajusta, aunque sea de manera lenta. Hay esperanza.
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