Caminando la semana pasada por Barcelona me encontré con la librería Finestres y al entrar, en el primer estante a mano izquierda, donde se exhiben las novedades o las nuevas ediciones de viejas obras, me hizo guiños un pequeño ejemplar. En su carátula, sobre un fondo beige, aparecen múltiples reproducciones de pequeñas figuras militares (soldados de plomo) con uniformes de las juventudes nazis y de la SA. El título Síndrome 1933 y el autor Siegmund Ginzberg.
En los últimos años se han publicado un buen número de ensayos y reflexiones sobre el periodo entre el final de la Primera guerra mundial (1918) y el inicio de la segunda (1945) y sobre las profundas crisis que se vivieron en varios países. En la nota a la edición española, Ginzberg, periodista nacido en Turquía y formado en Italia, prepara al lector para la cadena de hechos y situaciones que destruyeron la democracia en Alemania en 1933 (y pusieron en movimiento el horror del Holocausto y la Segunda Guerra Mundial), con una reivindicación de la política. A pesar de que la política y la democracia, con todas sus fallas, desembocaron en el Tercer Reich (o precisamente por eso), no podemos renunciar a ellas porque siguen “siendo lo único que puede salvarnos”. Entender mejor para advertir y no repetir.
El ensayo empieza haciendo una radiografía muy completa de la sociedad alemana en los años 20 y principios de los 30 del siglo pasado. El país tenía más diarios y publicaciones de noticias que Francia, Italia y Gran Bretaña juntas. Tenía un sistema de seguridad social estructurado y extenso que llegaba a millones de ciudadanos, a pesar de las dificultades generadas por las reparaciones de la Primera guerra mundial y de la Gran crisis del 29. Se realizaban elecciones periódicas, y muy seguidas, con 34 partidos en contienda y altos niveles de participación. En la elección de marzo de 1932 los Nazis lograron el 37% de los votos y la abstención fue de solo 16% (la más baja desde 1919).
Libertad de expresión, elecciones libres, alta participación, agrupaciones políticas representando sectores diversos, seguridad social… ¿qué pasó entonces? Ginzberg analiza cada sector y encuentra que por debajo de las bellas fachadas se cocinaban pócimas venenosas. Los periódicos, por ejemplo, promovían miradas políticas muy particulares y sesgadas y se utilizaban, por medio de la publicación de calumnias y chismes, como armas de ataque contra contendores y enemigos. Escándalos, insultos y mentiras vendían más (igual que ahora). Los periódicos más grandes solían acomodarse a los gobiernos de turno (incluido el liderado por los nazis) moderando críticas e ignorando asuntos que pudieran ser incomodos. La dispersión de partidos aseguraba amplia representación, pero hacía muy difícil encontrar acuerdos sobre aspectos fundamentales. La democracia se fue convirtiendo en un juego de políticos en el que pocos ganaban y rara vez se solucionaban los problemas de la gente. La gente, consecuentemente, empezó a despreciar a los políticos y buscar las propuestas anti-políticas.
Los nazis fueron los que más rápido y mejor entendieron el cansancio, el desengaño y el miedo de una gran mayoría de alemanes. Supieron que era urgente encontrar responsables para las tragedias anteriores (perder la guerra y gran crisis económica) y, a partir de una larga tradición de antisemitismo en Europa, enfilaron su artillería retórica, publicitaria y de choque contra “el judío”. “La popularidad del Fuhrer respondió en gran medida a que expresaba abiertamente, brutalmente y en voz alta lo que su público pensaba en su fueron interno”, dice el autor insistiendo en que el discurso del líder del partido nacionalsocialista venía cimentado en prejuicios y señalamientos mucho más extendidos de lo que se suele reconocer.
La democracia de la constitución de Weimar se suicidó cuando les dio a los nazis los votos suficientes para negociar con los partidos de derecha tradicionales y cuando estos consideraron, ¡ahh error garrafal! que Hitler podía ser controlado o que su gobierno sería débil y fugaz. Menospreciar o subestimar a los políticos por sus discursos exagerados o hiperbólicos o por su apariencia es tremendamente peligroso. El incendio del Reichstag, menos de un mes después de la llegada al poder de los nazis, sirvió de sustento para suspender derechos y garantías (Decreto para la protección del pueblo y Estado), ilegalizar el partido comunista y abrir la puerta para iniciar la dictadura con la aprobación de la Ley de Plenos Poderes (444 votos a favor contra 97).
Es inevitable, además es activamente promovido por el autor, hacer paralelos y analogías con el estado actual del mundo. Cambiar “judío” por “inmigrante” y constatar con tristeza y nerviosismo cómo algunos grandes periódicos se acomodan a gobiernos autoritarios y eligen la ceguera y el silencio estratégico. Mayorías en los parlamentos que son solo apéndices del ejecutivo y ataques sostenidos a los jueces y su independencia. Y el “pueblo” (volk). El pueblo por todas partes. Hitler era el “canciller del pueblo” se lanzó el “carro del pueblo” (Volkswagen) y para explicar quién era el pueblo los nazis simplemente señalaban quién no lo era: Los ricos, las élites, los judíos y los comunistas. Sus enemigos. El nazismo fue un populismo. No es que la historia se repita, pero las democracias se suelen suicidar por medios similares y los instigadores y sus cómplices no cambian tanto con el tiempo. Afortunadamente, a la muerte de la democracia no siempre le sigue el holocausto (o las purgas), pero en escalas menores siempre se impone la violencia y el capricho del líder. El riego es real y mal haríamos en ignorarlo.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/santiago-londono/