Para escuchar leyendo: Canción de las simples cosas, César Isella.
Ha muerto un hombre bueno. El papa Francisco ha fallecido a los ochenta y ocho años y nos ha dejado a millones con un profundo pesar que, a más de lamentar la partida física de alguien que se admira, refleja más bien el impacto singular que su figura generó durante su pontificado.
La muerte del líder de la Iglesia Católica era llorada por personas agnósticas, por ateos, por gentes de ideologías alejadas de los preceptos dominantes en las órdenes episcopales del último siglo. Las redes estaban repletas con su figura, con sus frases, con sus actos desobedientes a la inamovible curia romana, esa que los católicos creíamos incapaz de cambiar, de adaptarse, de acercarse a nosotros.
Francisco, Jorge Mario, hablaba con la cadencia argentina; prefería hablar en castellano, hacía bromas, contestaba con picardía, lo mismo hablaba de teología que de fútbol, lo mismo recordaba a García Marquez que a la arepa para el desayuno. Era uno de nosotros, un latinoamericano se había colado a la institución más europea, más antigua, más ajena a lo que somos. Nos reunió con la fe, con la idea del ser católico; su pontificado fue, en resumen, la muestra de que era verdad lo que nos enseñaban en las catequesis.
En los últimos días, me he dedicado, con cierta nostalgia, a ver sus grandes momentos. Sus discursos enternecen, aflojan con particular facilidad una que otra lágrima, sus bromas y reacciones me han sacado también varias carcajadas. Era tan profundo como Quino y tan coloquial como su Mafalda. Cómo no nos va a doler que se vaya un papa así, un papa nuestro.
Entre esos momentos, una frase resumía bien la profunda melancolía que su partida nos deja, “Se ha ido la voz pública más progresista en estos tiempos. Y resulta que era la del Papa.”
Y sí, nos ha dejado un héroe inesperado. Un anciano porteño que se paró frente al extremismo de nuestros días y le habló fuerte, le pintó un límite y le puso aprietos a aquellos que añoran la tiranía de la censura y la destrucción del diferente. No lo hizo en su terreno de diatribas, de falsedad y polarización, lo logró con el ejemplo del carpintero de Galilea, del Jesús que caminaba en la mar, al más puro estilo de Antonio Machado.
Francisco irrumpió en un momento en que muchos católicos no nos sentíamos representados, siquiera acogidos, por nuestra iglesia —ni que decir de los no creyentes—. Irrumpió en el tiempo preciso, como una muestra irrestricta de la actuación del Espíritu Santo en aquel conclave. Irrumpió para demostrarnos, con una profunda ternura, sencillez y humildad, que la pobreza debe ser la esposa de la iglesia, que los humildes deben ser los primeros, y, sobre todo, que la fe no es ingenuidad o ignorancia, sino una forma profundísima de humanidad.
Su partida se siente como una ausencia doble. No solamente muere Bergoglio, se va con él un defensor único que decía las cosas que soñábamos decir, que nos aconsejaba en el fuero más íntimo de nuestra fe, que hacía realidad eso que leíamos decir a Don Bosco, a San Francisco o a San Ignacio. Se ha muerto el papa, y este sentimiento de ausencia, sobre todo de desamparo, es algo parecido a la soledad, a quien se sabe indefenso frente a tanta barbarie.
Ha muerto un hombre bueno, ha partido un papa que caminó por la modernidad y la transformación, ha finalizado un pontificado que acercó a la iglesia a muchos que se sentían no queridos, se ha ido el latinoamericano de risa pícara que se les coló a los obispos, como si su historia la hubiera escrito Gabo o Paz.
Gracias, Santo Padre, gracias por ser uno más de nosotros. Seguiremos rezando por usted, rece ahora por nosotros.
Ánimo.
Pdta:
“No puedo cantar, ni quiero
A este Jesús del madero,
sino al que anduvo en la mar”
-Antonio Machado.
Si Cristo no hubiera resucitado, vana sería nuestra fe.
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