Cómo seguir creyendo

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«Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.»
Augusto Monterroso

La historia política contemporánea de Venezuela se ha convertido, con el paso de los años, en un interés creciente, en una preocupación vital que permanece latente y que, cada tanto, reaparece con fuerza para sacudirme con su dosis de crudeza y complejidad. A ese país me une no solo la genuina preocupación de un ciudadano frente a los derechos humanos o la democracia, sino también los estragos que llegan hasta mi historia familiar.

La pasada campaña presidencial fue un periodo en el que, después de acumuladas decepciones, renové mis esperanzas en un cambio profundo que retornara a Venezuela a la senda de la libertad y la democracia, solo para, meses después, tropezar con la misma piedra. Seguí con minuciosidad el proceso a través de los medios y redes desde las primarias de octubre de 2023, que dieron ganadora a María Corina Machado. No había razones para creer que un país que vio partir a poco más de un tercio de sus nacionales, que padece sin tregua las penurias de la escasez y la inflación, y que es gobernado con puño de hierro por una pequeña élite mafiosa que apresa, tortura y asesina a quien ose cuestionarlos, pudiera unirse fervorosamente —y a lo mejor por última vez— ante la posibilidad de recuperar lo perdido, traer sus hijos de vuelta a casa y tomar de nuevo el control de un país que les fue arrebatado y saqueado.

Los ríos enormes de gente que le decían a esa tiranía criminal que su tiempo había terminado fueron contagiando los espíritus democráticos en América Latina y el mundo, quienes, en pleno, nos volcamos a respaldar, así fuera desde nuestras pantallas, esa gesta encabezada por María Corina Machado y Edmundo González. El primer estrellón llegó con el resultado publicado por el Consejo Electoral de la dictadura, sin actas y, a todas luces, con la comisión de un burdo fraude, proclamando presidente por seis años más al heredero de Chávez. La desilusión colmó el corazón; una vez más, parecía imposible derrotar a un dictador jugando a la democracia, pero con todos los factores en contra.

A pesar de ello, se logró demostrar de forma irrefutable el robo cometido, y el pueblo se fue a las calles a reclamar su legítima victoria. La respuesta: una treintena de muertos y más de 2,000 presos políticos, entre los que había menores de edad. Ante la expresión pacífica y ciudadana, los déspotas respondieron con fuego y represión. Con el presidente en el exilio y la líder en la clandestinidad, la derrota para la resistencia parecía, de nuevo, inevitable. Pero la promesa de volver y el enorme respaldo internacional fueron una bocanada de aire fresco que hacía pensar, por lo menos a mí, casi de forma obsesiva, que esta vez sería distinto, que la dignidad de ese pueblo bravo y grande pondría de nuevo las cosas en su lugar.

Amarga decepción me llevé el 10 de enero, ante una calle atemorizada y una oposición menguada y clandestina. El sátrapa se colocó la banda presidencial y juró para seis años más ante la atónita, pero a veces complaciente, mirada del mundo.

La tragedia venezolana se repite cruelmente para cuestionarnos para qué sirve la justicia y por qué carajos seguir creyendo en la democracia. ¿Cómo es posible que unos pocos con poder logren aplastar a millones impunemente? No vale la pena reprochar y cuestionar a quienes, aún con todo perdido, decidieron intentarlo. Tampoco hay lugar a llamarnos ilusos a quienes creímos y nos emocionamos con la posibilidad de ver caer a un dictador. Mucho menos tiene sentido caer presos de las teorías de conspiración que venden esperanza a cuentagotas para los aporreados corazones de los dolientes de esta causa. ¿Cómo, cómo seguir creyendo que algún día todo puede ser distinto?

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/samuel-machado/

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