No tenía ganas de nada, solo de vivir

No tenía ganas de nada, solo de vivir

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Javier decidió que se moría el viernes, a las 12:00. Me voy a descansar, dijo. Me voy de este mundo. Es difícil no ver su video de despedida y sentir que algo se pasa por el cuerpo, una energía, un calambre, la piel de gallina, un algo inexplicable. Tenía una enfermedad grave y pidió la eutanasia.

En nuestra cultura hablar de la muerte es de las cosas más difíciles. No nos han enseñado o, si hay alguna enseñanza, pareciera ser desde el dolor, el miedo o el de eso es mejor no hablar. Lo ponemos en esa lista de temas que se conversan pasito, que no nos escuchen. Como si la muerte no fuera parte fundamental de la vida: todos nos vamos a morir. Salvo que haya vampiros y no seamos de los privilegiados en saber de ellos.

Hay días en que me gusta pararme en la esquina de algún lugar y pensar que todos los que hay en ese espacio, conocidos y desconocidos, un día no vamos a estar. Como toda esa gente del cementerio que coincidió una vez en el mundo y ahora coincide en la tierra debajo de un nombre escrito en piedra.

Esta semana también encontré la historia de Tatiana Andia en el portal Razón Pública. Justo llegué a su última columna, pero llevaba varias contando su historia, la de que se va a morir pronto: tiene un cáncer sin cura y decidió que no haría quimioterapia porque para su caso específico tiene pocos réditos terapéuticos ni se sometería a cirugías invasivas, intubaciones o jornadas de cuidados intensivos.

Sus decisiones tienen que ver con una pregunta (o varias, muchas) que se ha hecho, como para qué los días extras. Por ejemplo, si se hiciera la quimioterapia y eso le diera más tiempo, si esos días son para estar ausente, con nauseas, con mareo, si no son días para cocinar, para conversar con amigos, para disfrutar, entonces para qué son.

El cáncer le cambió todo, le ha quitado muchas cosas, dice, pero también le ha dado otras. El último tiempo lo ha disfrutado con su esposo, con su familia, con sus amigos. Se ha ido de viaje, ha recordado, conversado. Se ha despedido conscientemente y, leyéndola, queda uno con la sensación de que ha vivido todo lo que ha podido y que se va sin remordimientos. Dice (lo dice sobre las despedidas, pero yo lo leo para todo): ha sido bello, transparente y tranquilo. En un artículo de la BBC cuenta que agradece la oportunidad de cerrar una vida plenamente.

No quiere extender la vida solo por extenderla.

Leo las dos historias con admiración. No es fácil tomar esa decisión: irse. Qué difícil imaginarse el mundo sin uno, que hay un día en que uno no estará aquí y todo va a seguir, porque es lo que pasa. Y aún más difícil cuando estás joven (los dos son jóvenes) y piensas y sientes que todavía hay muchas cosas por hacer.

Pero lo que más admiro de estas dos historias es la manera de concebir la vida: vivir requiere más que estar aquí con un cuerpo.

Mi mamá suele contar una historia de una señora de casi cien años que se la pasaba en la ventana y cuando la saludaba, hola, Inesita, cómo estás hoy, ella respondía: bien, mijita, aquí esperando la muerte. Estar en la ventana ya no era vivir. Me parece relevante porque a los cien años, por supuesto ya se tiene bien claro qué es vivir.

Leo, sin embargo, los comentarios a la historia de Javier. Le dicen desconocidos que cómo se le ocurre, que solo dios tiene derecho a quitar la vida, que lo reconsidere, que hay esperanza, que luche. Lo de luchar me parece lo más terrible: como si ya no hubiera luchado lo suficiente. Luchar contra qué: contra la imposibilidad de una enfermedad, contra el tiempo, contra lo imposible. Lo de la esperanza tiene que ver con los milagros, y con que mirar desde la tribuna da mucho atrevimiento. Pero el milagro es este: él quiere irse porque sabe que lo que viene ya no es vida ni para él ni para su familia. También busca liberar a esos que tanto quiere del sufrimiento de verlo deteriorarse, de no poderse valer por sí mismo. No les quiere quitar vida.

Pero es más fácil juzgar desde los prejuicios.

Y ahí es donde vemos el daño que nos ha hecho el no hablar de la muerte, el concebirla como algo malo, sumando además todo el peso judeocristiano de que solo dios puede dar y quitar. Porque de todas maneras es más fácil quitarnos responsabilidades como seres humanos.

La muerte no es fácil. Extrañar a alguien que ya no está es difícil. Los muertos quedan con uno, van con uno, y duelen. Luego también uno se va reconciliando con ellos. Pero eso no significa que tengamos que extender la vida, como dice Tatiana, solo por extenderla. Y eso tampoco significa que una decisión como la eutanasia sea sencilla o para todos. Somos distintos incluso en la manera en cómo concebimos y decidimos estar en el mundo. Pero esto es lo importante: respetar ese derecho a estar o no estar, según las circunstancias y las creencias.

Yo sí quisiera ser capaz de tomar esas decisiones, y sobre todo de tener la posibilidad (que la eutanasia sea posible, por ejemplo, como lo es ahora en Colombia) de (no) estar en este mundo si la vida es lo que me parece (no) es la vida.

Y luego, saber que todos esos que se van, también están en nosotros. Vivimos con ellos, y esa es una manera de quedarse.

Escribió Juan Rulfo en ese cuento Diles que no me maten: Había hecho el intento de dormir un rato para apaciguarse, pero el sueño se le había ido. También se le había ido el hambre. No tenía ganas de nada. Sólo de vivir.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/monica-quintero/

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