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La casa de la abuela

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La noticia nos la dieron a mediados de septiembre, la abuela decidía cambiar de casa, agotada por las escalas que la obligaban a subir y bajar cuatro pisos todos los días, agobiada por la nueva realidad de su Prado Centro y motivada por el anuncio de matrimonio de su hijo menor.

El cambio empezaba a hacerse cierto y yo no quería creerlo, me negaba a aceptar que la casa de mi abuela iba a dejar de ser la de toda la vida -la mía al menos-. Y no porque no fuera lo correcto, porque los tres argumentos eran más que convincentes, sino porque era el fin del lugar más estable que he conocido, el punto de referencia más duradero con el que he contado, una suerte de punto cero de mis historias, de mi historia.

La casa de la Soquis -como me gusta decirle- ha sido el único lugar permanente en mi vida, ya que los trasteos son algo más que frecuente para mi familia, incluso más en mi núcleo primario, ya que por el trabajo de papá hemos vivido en nueve ciudades y pueblos distintos. Esa casa encierra en ella buena parte de mi esencia: el centro de Medellín, la zona patrimonial, el sitio de encuentro, las tertulias, la política, la trova; encierra sobre todo los recuerdos de mi niñez. Claro, es que “perder” la casa de mi abuela era perder lo último tangible de mi infancia, el punto de referencia que nunca cambió, el testimonio de lo que ya no es.

Cuando comprendí esto, entendí que lo que me agobiaba no era dejar de visitar la casa de siempre, no era que ya no fuera ese el hogar de mi abuela; lo que realmente me agobiaba, en un egoísmo particular, era el paso del tiempo, era despedir ese lugar en común con el pasado, era dejar de ver los recuerdos que esa casa encierra en cada esquina, donde el niño que ya no soy jugaba a ser el hombre que aún no he sido.

Pero, también, entendí después que la angustia era también por el golpe de realidad que trae consigo el cambio, la posibilidad de que la despedida futura no sea el de la casa sino el de la dueña. Porque en realidad, lo que hizo importante y fundamental a ese apartamento no es nada distinto a mi abuela, es porque visitar este lugar era visitarla a ella. Es porque en realidad, el punto de cero de mi historia no es una casa, sino un abrazo, la ternura.

Y entonces, cuando ya había aceptado que mi amargura no era por una casa, sino por el paso del tiempo, el egoísmo le dio paso a la gratitud. También a la vergüenza, porque llevaba semanas lamentándome el perder la casa de la abuela sin pensar que no era una perdida, era más bien un traslado. Los domingos siguientes fueron raros, pero dulces, porque la abuela siguió haciendo sus almuerzos abundantes y llenos de opciones -todo lo que la Soquis cocina, lo borda-, siguió contándome sus anécdotas y riendo con sus carcajadas ruidosas y amplias que a mi siempre me han sonado a melodía.

La nostalgia también sirve para eso, para advertir que a veces cuando se siente se hace de manera prematura, que las despedidas no son precisamente eso sino hasta que son definitivas, que lo material es magra fortuna cuando se le compara con el amor, que lo fundamental para aprender a vivir es siempre la ternura -porque de ella nace cualquier idea de futuro- y quien nos la enseña.

El próximo domingo me sentaré a almorzar con la Soquis y le pediré disculpas por mi necedad inicial mientras le leo esta columna, al fin y al cabo, fue también ella la que me enseñó a leer. ¡Ánimo!

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