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Quita tú, que vengo yo

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En la balanza en la que pesamos lo que nos define como especie, allí donde se puede medir el difícil equilibrio que nos mantiene a salvo —o casi a salvo— de acabar los unos con los otros, nunca ha funcionado correctamente el fiel.

Y no estoy hablando de las guerras desiguales que estallan aquí y allá un día sí y otro también; y que sin importar las banderas que se ondean, pierden siempre los mismos, aunque también. Tampoco estoy pensando en el poema de Quevedo —«poderoso caballero es don dinero»— que tiene ya casi cuatro siglos y sigue siendo tan actual, pero podría. Ni de la inveterada costumbre de buscar culpables entre las víctimas, aunque sería posible.

No, nada de eso. Estoy pensando en algo más sencillo y mundano, por ponerle un par de adjetivos: la absurda idea de que cada quien puede hacer lo que le viene en gana. Quita tú, qué vengo yo. Está el que tala un árbol centenario, por ejemplo.

«Sé que mis derechos terminan donde empiezan los de los demás. Pero… ¿es culpa mía que los derechos de los demás empiecen tan lejos?», le hace decir Quino a Susana Clotilde Chirusi. Nos reímos, claro.

Y, sin embargo, es un asunto viral el que me trae por acá, una escena revivida en millones de pantallas, replicada aquí y allá hasta el hartazgo y que no deja de ser lo que es: una exhibición rampante de la temeridad que nos acompaña a los humanos, un botón más en la larga ristra de ejemplos de la intolerancia.

Sucedió en Bogotá, pero puedo jurar que eso mismo pudo ocurrir en Medellín (tierra fértil en intolerancia) o en Cali (donde esos que se hacen llamar gente de bien, no hace mucho, salieron armados a las calles a dispararles a otros) o en Pereira o donde quieran, que en este país resolver los asuntos intentando anular al otro es costumbre a la que nos negamos a renunciar.

Sucedió en Bogotá, retomo. Entre un par de padres de familia de estudiantes de la Universidad de Los Andes —donde se han formado presidentes, ministros y otras personalidades de nuestra fauna particular— surgió una desavenencia entre, digamos, quién parquea primero. Se insultaron de carro a carro, se hicieron sonar los pitos, hubo choque de latas, gente salida de control, progenitores orgullosos de sus graduandos convertidos en energúmenos capaces de enfrentar con sus manos la carrocería de un vehículo y, ya entrados en gastos y perdida toda perspectiva, atropellar a quien se tiene en frente. Que aplastar al otro, en este país, a veces se ha aplaudido y festejado.

No se me olvida que alguien, en enero de 2019, cuando el recién iniciado gobierno de Iván Duque se estrenaba sacando a sus simpatizantes a la calle, gritaba en medio de una marcha “bala es lo que hay, bala es lo que viene”.

Hubo, claro, no puede faltar, una horda enardecida que, de haber podido, habría linchado a alguien, al que fuera. Juan Roa Sierra podría dar fe de ello.

No sé yo qué puede ser más absurdo que pelear por dónde dejar abandonado un carro. Aunque al final, ese pedazo de asfalto es lo menos. El problema no estaba realmente allí, no era el calor o la espera o lo difícil de la situación. Lo dicho: quita tú, que vengo yo.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/mario-duque/

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