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Me veo tentado una vez más a escribir de la situación política y social de Medellín pero, como he venido diciendo, no podemos caer todos en la telaraña de Quintero y solo hablar de él como si los problemas no fueran mucho más complejos y la vida más entretenida. El reto es encontrar el punto medio entre el silencio y la trampa de volverlo omnipresente. Habrá mucho más tiempo para hablar de la ciudad y sus realidades.
Hoy quiero tocar de otro tema. Uno más personal, relacionado con la idea que mencioné en la columna de la semana pasada sobre la necesidad de observar, más detenidamente, la fortaleza del espíritu humano que se manifiesta de muchas formas diferentes. Están las grandes gestas que cambian la vida de la humanidad pero están también las pequeñas que inspiran a un círculo cercano de personas.
En este caso voy a hablar de algo tan pequeño pero tan grande como correr una maratón. O 27 mejor, para ser exactos.
Era el 2000, yo estaba en el colegio y en mi casa empezaba una disciplina que mejoraría para siempre la calidad de vida de mis papás. Aunque siempre hemos hecho deporte, ese año empezaron con seriedad a apasionarse por el trote. Por esos días era normal oír movimiento relacionado con el deporte desde las 5 de la mañana.
Poco a poco fueron avanzando, haciendo medias maratones y maratones. Algunos desprevenidos pueden pensar que es solo hacer una distancia X en un día. Pero lo que hace realmente admirable en las personas que hacen este tipo de retos es la disciplina y los sacrificios qué hay detrás de poder llegar a ese día. Son horas y horas de entrenamiento, es vencer mil veces la rutina y la pereza, es no perder el ánimo cuando aparecen las lesiones que sí o sí van a llegar.
Han pasado 22 años en los que mi papá superó una fractura por estrés en la tibia, cirugía de rodilla por un problema en los meniscos y como si fuera poco una fractura en el acetábulo que lo tuvo casi 6 meses sin poder caminar. Esto sin contar con la infinidad de obstáculos, dolores, molestias que quien haga deporte entenderá. Una y mil veces ha vuelto a entrenar hasta lograr volver a cruzar la meta después de 42,195KM.
Entre tanto, mi mamá ha ido también cumpliendo sus propias metas deportivas. 10 maratones y más de 20 medias. 5 de las 6 majors (las maratones más prestigiosas, las que todos sueñan correr). Dos veces, con lesiones y pandemia, el destino ha impedido que haga la sexta para recoger la anhelada medalla que reconoce a quienes terminan las seis.
Insisto en la idea de que lo relevante no es tanto las veces que han cruzado la meta sino la fortaleza de prepararse para lograrlo. El mundo está lleno de historias así en los negocios, el arte, el deporte de alto rendimiento, la ciencia, la medicina, la lista es larga. Gente que todos los días hace algo que ante los ojos de los demás resulta extraordinario. Hay que reconocer a quienes a su manera representan la victoria sobre las dificultades porque encierran en sus actos un mensaje de esperanza.
Esta columna es un pequeño homenaje a mi papá que ayer con 66 años y en medio de dolores y dificultades propias del trote terminó su maratón número 27. Un homenaje por su valentía y su disciplina, por haber empezado desde cero tantas veces como la vida se lo ha exigido, por haber apoyado a tantos deportistas en todos estos años, por dedicar parte de su tiempo para poner su experiencia al servicio de la Maratón de Medellín y por haber inspirado a muchas personas de una generación de trotadores aficionados que hoy rompe récords personales cada 8 días en una maratón o media maratón en cualquier parte del mundo. Y también, además, por ser un gran papá.