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Hay muchas reflexiones sobre votar bravos. También sobre votar con alegría. Ambas son emociones que, en tanto se evalúan como movilizadoras de participación electoral, suelen considerarse en las estrategias y discursos de los candidatos democráticos. Salen a votar bravos los ciudadanos indignados y deseosos de cambio; salen a votar alegres los ciudadanos esperanzados en una manera diferente de hacer las cosas. Cercano al enojo, pero suficientemente diferente, hay un tercer tipo de voto desencadenado por emociones del que ha hablado menos, pero puede estar definiendo muchas elecciones recientes en las democracias de Occidente: el voto frustrado.

La frustración es una emoción muy particular. Se basa en la rabia, pero es rabia con impotencia. Alguien frustrado puede estar mucho más dispuesto a tomar medidas extremas o al menos, inesperadas, para superar ese estado de cosas. La frustración puede ser enemiga de la democracia precisamente porque nadie vota con menos preocupación por el futuro que el que tiene rabia e impotencia. Los motivos para votar no tienen necesariamente que definir la conveniencia del voto. Uno puede votar por un mal gobernante con las mejores intenciones y por medio del más razonable de las reflexiones; uno puede votar por un estadista por descarte o una decisión de última hora. Pero la frustración es un desencadenante emocional particularmente complejo para los sistemas democráticos, porque busca salidas a la presión casi siempre en lugares que por, inesperados, pueden resultar extremos, o incluso contrarios a la misma democracia.

La matriz emocional es mucho más compleja que esto, por supuesto. Y las circunstancias de los votos todavía más. Es decir, es improbable que la gente vote solo por una emoción o una razón o una circunstancia. Dicho esto, sí pareciera que hay sensaciones colectivas que se vuelven catalizadores de la decisión. Factores que desembocan en decisiones que definen una elección.

Ahora, la frustración se puede exacerbar en sociedades en las que sus ciudadanos sienten que las cosas se han estancado y que los gobernantes no pueden y quieren hacer lo necesario para superar ese estado. El ejemplo más a la mano de esto, por supuesto, es la elección de Javier Milei en Argentina. Incluso si ignoramos las controversiales propuestas y tono de Milei, es evidente que buena parte de sus votantes están haciendo una apuesta inesperada en la esperanza de que su presidencia logre poner en movimiento de nuevo una máquina averiada. Argentina es un buen caso de la frustración; una potencia mundial que no fue, el país de América Latina que durante buena parte de su historia hizo todo lo posible por sabotear su propio caso de éxito. Es ese estancamiento, en ocasiones más que caer en el abismo, lo que alimenta la frustración.

Ponerle atención a la frustración como emoción política también es una interpelación a los gobiernos y las clases dirigentes de muchos países de la región. La inefectividad de los gobernantes, el estancamiento económico y las luchas entre fuerzas políticas que llevan a la parálisis son las principales fuentes de la frustración colectiva. Si en algún momento han temido las decisiones del “votar con rabia”, deberían comprender el riesgo enorme de votar con frustración.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/santiago-silva/

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