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Bogotá es una ciudad que deambula en el tiempo, imbuida de la inercia del pesimismo. Se siente cansada. Hace mucho tiempo no tenemos una ilusión creíble de la cual aferrarnos como tampoco motivos claros para sentirnos orgullosos. Amanece irremediablemente. Aunque sigue siendo la ciudad de las oportunidades como desde el primer día, no parece ser suficiente. Que la ciudad exista, no es suficiente. No nos conmueve.
En defensa de Bogotá debo decir que este no parece ser un atributo particularmente suyo. Dice Ben Wilson en “Metrópolis” que “La ciudad reconfigura nuestras conexiones neuronales: los habitantes de las ciudades están, por tanto, más expuestos a sufrir alteraciones del ánimo y ansiedad que los del campo”. Por eso aquí y en otras ciudades muchas personas buscan “escapar” los fines de semana, para luego volver. Definitivamente somos una especie urbana.
Sin embargo, incluso en este marco general de la condición urbana, en algunos momentos hemos superado esta especie de hartazgo irremediable o al menos creemos haberlo hecho. La cultura ciudadana de Antanas Mockus, que puede ser tal vez uno de nuestros últimos grandes orgullos, es tan solo un lejano recuerdo.
Muchas personas recuerdan ese pasado con nostalgia, aunque cada vez son menos. Actualmente uno de cada cinco habitantes de Bogotá nació después de la época de la cultura ciudadana y tan solo uno de cada tres era mayor de edad cuando comenzó a hablarse del tema por allá en 1995. Es un recuerdo que se desvanece en el tiempo.
Sin embargo, a pesar de la nostalgia, hay que decir que no nos iba mejor. Definitivamente, si comparamos muchos indicadores, no nos iba mejor, pero aun así mucha gente recuerda con nostalgia la época en la que hablábamos más sobre nosotros, como ciudadanos, y sobre nuestro papel en la ciudad, que sobre las míticas y faraónicas obras de infraestructura.
La razón es que justamente en ese periodo comenzamos a superar definitivamente la época más violenta por la que tuvimos que atravesar y lo hicimos dándole un sentido a nuestro rol en la ciudad. Una identidad y un propósito. Por un momento fuimos protagonistas de la ciudad y no simples espectadores de la puesta en escena del poder y sus vanidades.
El impulso del relato nos duró unos quince años, pero luego vino la tragedia. Un alcalde ladrón y su séquito revivieron nuestro deseo por tener (por fin) un metro, pero a cambio saquearon el erario y dejaron una herida profunda en nuestra confianza en el gobierno. No nos pudimos recuperar. Los liderazgos que siguieron resultaron inferiores al reto y su lectura de la ciudad resultó bastante limitada.
En vez de sacar lo mejor de nosotros para superar el escollo, nos dividieron. Como ciudadanos nunca volvimos a ser convocados a ser parte activa de la solución. Aquí no hubo resiliencia. Nuestra forma de hacer catarsis devino en un pesimismo autodestructivo que, marcado por la desconfianza, nos cerró la puerta a la posibilidad de construir acuerdos. Aquí nadie empata. Nadie cede. Se gana y se gobierna con poco.
Hacen falta liderazgos que nos convoquen a volver a ser (y hacer) ciudadanos. Pasar de ser urbanitas fatigados a ser agentes transformadores de nuestra ciudad desde las pequeñas prácticas. Necesitamos volver a darle un sentido a nuestra vida en sociedad. Ese sentido no lo van a traer las grandes obras sino los grandes liderazgos que son los catalizadores de la gran obra pendiente en la ciudad: la construcción de confianza, entre los ciudadanos y frente al gobierno.
Para eso, incluso, se debe cambiar la manera en la que la alcaldía se relaciona con la ciudadanía. Se debe pasar de un esquema en el que el gobierno distrital está al servicio del ego del alcalde de turno, a uno en el que esté realmente al servicio de la ciudadanía. Allí hay un problema de fondo. Convocar a la ciudadanía a deliberar y a construir y no solo a aplaudir y a llenar planillas. Se trata de reconectar a la ciudad con su esencia y su misión. Al fin y al cabo hay cierta teleología detrás de cada ciudad.
Dice el profesor Fabio Zambrano, en su libro “Bogotá: un lento tránsito hacia la modernidad” que “Bogotá se establece como la primera ciudad hispanoamericana a finales del siglo XVIII, en la que surgieron varias manifestaciones de espacio público moderno. Aquí se creó la primera biblioteca pública del continente (…), el primer observatorio astronómico (…), la primera traducción de los derechos del hombre al español, (…) y la primera constitución política del mundo hispánico”.
¿Cuál debe ser el telos de Bogotá? ¿Un metro elevado o subterráneo? ¿Cuál es la marca que nuestra ciudad debe imprimir en sus ciudadanos? ¿Para qué Bogotá?
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/miguel-silva/