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El sol brillaba con timidez, como lo hace normalmente en los finales del verano europeo. El Estado federado de Baden-Wurtemberg es conocido por sus horas de sol y su opulencia. En él está Friburgo, un pueblo hermoso pero irrelevante para turistas que persiguen historias de belleza y popularidad en redes sociales. Nos sofocaba una fila de juventud, todos vestidos de importaculismo.
Veíamos alemanes altos, de pelos largos y brillantes. Muchos cubiertos por camisillas delgadas de cualquier color neón y brillantina en sus cachetes y sienes. Sus cabezas casi siempre cargaban un “bucket hat”, o su pelo estaba sujetado por las gafas cuadradas que andan de moda; de cualquier color menos negro. También vimos otros que abrochaban cangureras que corrían desde su hombro izquierdo hasta la cintura derecha. Dentro de ellas había lo que, probablemente, todos nos imaginamos. Los cangureros se reservaban con un parado protector; se aislaban dentro de buzos pesados que probablemente eran tres o cuatro tallas más grandes de los que les regalan sus tías lejanas en navidad. Siempre andaban en grupos de tres o cuatro, uniformados con sus sudaderas largas y motilados irrelevantes. Las mujeres, casi todas, llevaban una ombliguera más corta de lo que se ve en discotecas, y poco maquillaje. Su pelo nunca estaba cogido y eran las más felices de todo el festival. Todas eran flacas y hermosas.
Atrás de todos, un bajo caía en los parlantes cada cuarto tempo con un estruendo que agitaba el interior del cuerpo como solo lo pueden hacer las olas invisibles. Con él venía lo que para mí era un trabalenguas ilegible de voces raspadas y hondas. Para el resto, venían las letras de sus canciones favoritas. Era la entrada a “Heroes”, un festival de rap alemán al que me había invitado mi mejor amigo hamburgués en un momento de alegría en uno de nuestros calores caribeños de este verano. Era el primer festival europeo al que había asistido.
Estos festivales son famosos por su surrealismo y por ser la encarnación de la felicidad de la temporada estival dentro de un continente que es atacado durante seis meses por el frío y la oscuridad. Me sorprendió cómo un género musical nicho podía traer a miles de espectadores a ver artistas de los que nadie nunca (en mi mundo) había escuchado.
El rap alemán nació, como casi el resto del hip hop, en los 80s. Lleva representando, por cuatro décadas, la lucha de clases. Ha puesto historias de grupos minoritarios en la consciencia de un país arrasado por el racismo y el antisemitismo. Como lo fue también en los Estados Unidos, el rap logró ser más que un género musical y explotó una revolución cultural dentro de grupos marginados, que, a través de sus latidos repetitivos y sus rimas fáciles, se sintieron parte de algo más grande que ellos mismos. Después de la reunificación en los 90s, dentro de los barrios humildes del país germánico, las letras de las canciones empezaron a invadirse de frustraciones de la gente popular contra una política que parecía no convergir en el bien común. Son rabias que, sin el rap, nunca hubieran encontrado una tarima.
Yo todavía no sabía eso, y traté el festival como una rumba extraña que ocuparía dos días de mi fin de semana antes de volver a abordar el avión a Ámsterdam. En mi ciudad de canales, en las rumbas de una universidad internacional, donde se juntan docenas de países, gentes y colores, casi nunca hay una cultura específica, sino que se encuentran en los ritmos cosmopolitas y los bailes individuales. Piensen en Abba, Beyoncé y los Bee Gees. En Alemania, esperaba lo que para mí es la rumba europea, esa vainilla simple que es disfrutable pero algo insípida.
Fue cuando entré a la tarima principal y empezó a cantar la banda “BHZ” que, de la nada, entre axilas sudorosas y cervezas regadas, empezaron a empujarnos para abrir un espacio vacío. Quedé frente a un círculo de expectativas, con ojos sangrientos a su alrededor, emocionados porque cayera el próximo ritmo para asaltar la mitad como una corrida de toros sin humanos. Y cuando saltó el parlante y corrieron y saltaron las piernas y chocaron los hombros, entre risas y gritos, descubrí el elemento esencial de los festivales alemanes: los “pogos” o en alemán e inglés, moshpits. En sus primeras tres o cuatro instancias lo encontré divertido con su peligro y estallido, pero mientras pasaron las horas y me seguían empujando y desacomodando brazos olorosos para después ser acorralado por tetillas, fue perdiendo encanto.
Entre más nos adentrábamos a la noche, más camisas se amarraban a la cintura y menos precisión había en los bailes. Me sorprendió que, en los pogos, si alguien se caía, cuatro o cinco personas corrían inmediatamente a socorrer y revisar que todo estuviera bien. Entre la locura, había respeto y cariño. Como también me sorprendió lo fácil que era empezar conversaciones y risas con alemanes que siempre tildé de cerrados y fríos. Entre ellos nadie nunca asumía malas intenciones o se sentía irrespeto. Solamente fue una vez, en mitad de una multitud, cuando le pedí a un palo de dos metros que se moviera para que pudiera ver el escenario y él, al notar que no hablaba alemán, hizo comentarios irrespetuosos a sus amigos cuando mi amigo alemán le explicó que era colombiano. Un caso aislado en un despelote donde casi siempre reinó el respeto.
Cuando volvíamos a la casa en las bicicletas de la municipalidad, con plantas cansadas y pelo mojado de sudor, mis amigos cantaban a alaridos sus rimas germánicas mientras yo sonreía de la sorpresa que existiera un mundo tan invisible desde las cordilleras andinas, que es y seguirá siendo una parte fundamental de la vida de miles de alemanes jóvenes. Recordé lo chiquita que es la perspectiva que nos entrega el mundo y que es fácil pensar que es la única.
Friburgo fue un recordatorio de que somos un pedacito de lo que ha logrado manifestar el ser humano. Nuestra presencia en este planeta ha conjurado millones de maravillas. Géneros musicales, mentalidades, edificios, ideas, estilos artísticos, mundos ficticios. Nos perdemos de casi todos. Avistar esos mundos lejanos es un privilegio que inyecta vida.