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–Y tú, ajund sahib, con el debido respeto, no deberías alentar esas ideas insensatas de la niña. Si realmente te importa, hazle comprender que su sitio está aquí, en casa con su madre. No hay nada para ella ahí fuera. Nada más que rechazo y tristeza.
Khaled Hosseini, Mil soles espléndidos.
Hace tres años los talibanes imponen de nuevo su sharía en Afganistán. El mundo vio, pasmado, cómo las tropas de Estados Unidos abandonaban el país y se posesionaba el régimen del terror. Las imágenes de miles de personas aglomeradas en el aeropuerto de Kabul intentando huir en los aviones de guerra o en cualquiera que despegara de allí, salieron en todos los diarios como hoy salen las de Gaza, pero el silencio triunfó.
Desde entonces, nada ha cambiado y se pone incluso peor. Afganistán es uno de los países —tal vez el más— donde más se vulneran derechos de mujeres y niñas. Obligadas a estar en casa, no pueden estudiar, trabajar, mostrar el cuerpo ni el rostro, mirar a los hombres a la cara, cantar, oír música, bailar, leer, y ahora: hablar.
Esta semana, el “líder espiritual supremo” cuyo nombre no pienso mencionar, emitió una nueva norma que les impide a las mujeres hablar en espacios públicos. La voz de las afganas, lo último que les quedaba a lo que aferrarse, quedó silenciada. Tres años lleva esta crueldad que, en palabras del reportero especial de la ONU sobre Afganistán, Richard Bennet, la situación puede considerarse como “un apartheid de género”.
Aproximadamente 21 millones de mujeres viven bajo las más estrictas normas dictadas por el fanatismo. Mil días en que las niñas no han ido a la escuela; en que las médicas, profesoras, estilistas, enfermeras, abogadas, investigadoras, no han ido a trabajar. Constantemente vigiladas y sometidas a un rigor absurdo, corren el riesgo de ser lapidadas si llegasen a incumplir cualquiera de estos edictos morales que impone el estado islámico. Y viven, a su vez, en otra especie de lápida. Enterradas en vida, tapadas, silenciadas, relegadas completamente a su intimidad, aun con temor de ser invadidas por la policía de la moral en su propia casa.
Khaled Hosseini escribió en su maravillosa novela Cometas en el cielo, publicada en 2003: “Desde hace casi tres décadas, la crisis de los refugiados de Afganistán ha sido una de las más graves del planeta. Guerra, hambre, anarquía y opresión obligaron a millones de personas a abandonar sus hogares y huir de Afganistán para establecerse en el vecino Pakistán e Irán… Afganistán necesita una ingente labor de reconstrucción, y aliviar el sufrimiento humano de sus habitantes es una tarea de dimensiones hercúleas”.
¿Si esto lo escribió hace veintiún años, qué puede esperarse ahora de los más de 42 millones de Afganos presos en su propia tierra y brutalmente oprimidos, de los cuales la mitad son mujeres, condenadas y confinadas al silencio?
Desde el otro lado de la tierra alzo mi voz por ustedes. Su dolor y opresión es el de todas las mujeres del mundo.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/amalia-uribe/