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Cuando estaba pequeñita pocas cosas me generaban más desespero que una frase que mi mamá, a veces, me decía: “niña, cuando tenga mi edad lo va a entender”. Yo no quería esperar treinta años para entenderlo. Era tal mi impulso por comprender que esa respuesta me quedaba estrecha. Exigía entonces que los argumentos fueran explicados a mi medida. La madre, sabia, elegía qué traducirme y dejaba una buena parte para alimentar mi curiosidad, y sobre todo, mi paciencia.
Hoy tengo la edad que mi mamá tenía entonces, y aunque ahora no entiendo otras cosas de la vida, sí reconozco que esa frase se mantiene llena de verdad. Ese ejercicio materno terminó por convertirse en un reto de humildad, pues comprender es un verbo muy extenso y no hay manera de abarcarlo. Es una manera de relacionarse con el mundo que implica cierta disposición a la lentitud y a la pausa. Es asumir que la comprensión sí tiene edad.
Ese aprendizaje no está terminado; a veces, de hecho, se desactiva: se acaba la paciencia, no hay humildad que guíe y la curiosidad ahoga. Sin embargo, no desaparece del todo y lo que queda lo recoge a uno de nuevo. En esta edad se reconoce que algunas cosas pudieron ser distintas; ahora el hubiera cambia de sentido: ya no va en la dirección de la recriminación sino en el de la reflexión, precisamente para comprender.
En estos días, Sofía y Valeria celebrarán sus quince años. Una parte de mí no quiere decirles: “cuando tengas mi edad, lo vas a entender”, porque la comprensión individual de su mundo, a su edad, es maravillosa. Otra parte de mí quiere adelantar sentencias de cómo “debe ser”, la vida. Y en ese punto es cuando reverso, de nuevo, y recupero la consciencia. Entonces, me queda la opción de compartirles algunas ideas, solo con la voluntad de usar el verbo haber como un resorte que se estira hasta el “hubiera”, hasta aquello del pasado que pudo ser distinto. Es solo un ejercicio metodológico, con el que reconstruyo la frase para convertirla en “si a tu edad hubiera entendido que…”.
Hubiera 1. Si hubiera entendido que la naturaleza es la maestra más sabia, habría establecido una mejor relación con la biología de mi cuerpo; habría aprendido a identificar su lenguaje y todas las señales con las que me manda mensajes. Habría comprendido que los ciclos hormonales nos ponen en distintas disposiciones para relacionarnos con los otros, y eso en vez de ser una dificultad, es parte de nuestro infinito poder como mujeres.
Hubiera 2. Si hubiera sido menos seria, habría encontrado en la alegría una bella manera de resistir. A esa edad, la seriedad no es tan buena idea. La vida, luego, hará muy bien su trabajo y nos exigirá rigor y responsabilidad; pero, en ese primer tránsito hacia la adultez, la alegría es un salvavidas. Si lo hubiera asumido desde más joven, habría esquivado tristezas que tuvieron efectos contundentes. La alegría, como disposición frente a la vida, no es sinónimo de euforia o de obsesión por la felicidad. La alegría es discreta, es serena.
Hubiera 3. Si hubiera callejeado más, con menos miedos, habría conseguido más defensas frente a la impotencia, la injusticia, la desigualdad. En la calle, en la conversación, habita la sabiduría que se queda corta en el salón de clases. En la calle también se aprende a ser considerados. A juzgar menos y a hacer más.
Estos hubiera son solo disculpas, son para ellas y son para mí, para que elaboremos un tejido amoroso que nos abrace a todas, en cualquier edad.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/maria-antonia-rincon/