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Las universidades tienen de base tres propósitos: la docencia, la investigación y la extensión. Están interrelacionados y es muy difícil cumplir con uno sin vincular a los demás. Algunas universidades suman otros como el bienestar universitario, pero se mantienen los tres mencionados como fundamento. En el mundo de las ideas estos tres pilares sustentan la existencia de la institución y así se plasma en los documentos oficiales.

Aunque se reconoce el vínculo entre los tres, en esos textos la docencia aparece de primera y tiene todo el sentido. Una universidad existe, en primera instancia, para cumplir con procesos de enseñanza y aprendizaje; para formar a los estudiantes en distintas áreas del saber.

La investigación se plantea en el segundo renglón y se advierte que es función de la universidad aportar al desarrollo de la ciencia y, así, a la solución de problemas de la sociedad. Se hace énfasis en los enfoques de innovación pues se espera que los docentes y los estudiantes sumen en la creación de conocimiento. En este punto nos detendremos más adelante.

El tercer propósito es la extensión. Con este se busca que la universidad tenga proyección e impacto en las comunidades y territorios. Que no sea una mole aislada, sino que, al contrario, sea útil con acciones que salen de sus muros y que aportan a la sociedad.

Esto en el mundo de las ideas y de los formatos funciona, casi siempre, muy bien. Sin embargo, en la vida real y cotidiana de las universidades esos propósitos se enredan. Hay, desde algunos años, una tentación inmensa por hacer de la educación superior un asunto de presencia en las listas y escalafones internacionales que pervierte el fin.

Las universidades están afanadas: primero, por aparecer en las listas y, luego, por escalar posiciones. Eso implica que todo el aparato debe funcionar para cumplir con esa urgencia. Entonces, ser docente no es suficiente, porque se debe ser, cada vez más, investigador-docente.

Mirado por encima, ese orden parece adecuado. Siendo bien pensados, es la investigación, rigurosa y permanente, parte de los insumos con los que el docente se nutre para ejercer su función. Sin embargo, el cambio no es solo sintáctico, sino que obedece a una (de las tantas) trampas del sistema educativo: se le exige al docente que sea investigador porque este es el camino para el ascenso en los escalafones.

Pero, no es suficiente. Además, hay que publicar en revistas especializadas (que a su vez pertenecen a otras jerarquías) y, como si fuera poco el esfuerzo, el indicador de éxito del investigador estará determinado por las veces que sea citado por la comunidad académica. Es decir, por investigadores que están en su misma situación. Solo así podrá sobrevivir.

Aparece otra zancadilla. Buena parte de los escalafones privilegian las investigaciones que se realizan en lo que aún hoy, en 2024, llamamos “ciencias duras” (las exactas, que estudian a la naturaleza). Aquellas investigaciones que resultan de las “ciencias blandas” (las sociales, que estudian al ser humano) generan sospecha porque parece brillar el viejo estándar de “lo que no se mide no existe”. Entonces, las investigaciones en filosofía, política, ciencias sociales, comunicación, en fin, se ven obligadas a coquetear con “eso” que es medible para darle cierta consistencia, a veces artificial, a los resultados.

Ahora, como la dinámica es internacional, al mismo tiempo hay una infinidad de seres humanos buscando ser publicados y citados. El capitalismo nos dio la lección: negocio. Entre los miles de artículos y libros que se generan a diario, la alternativa es que la universidad (o el docente) pague para que los resultados de la investigación sean publicados y ponderados. La calidad del artículo entra a competir con otra categoría: el dinero.

La universidad, que pretendía ser formadora y abierta para aportar al mundo, se termina convirtiendo en un mausoleo. Se trastocan los sentidos y los investigadores-docentes son los encargados de decorar el lugar con los textos-joya que exigieron todo de ellos. Se preguntan si tendrán tiempo para ser docentes, para entusiasmar a sus estudiantes con el conocimiento, o si deberán dedicarse a escribir artículos sin lectores.

Se pierde incluso la perspectiva de ofrecerle al mundo elementos de reflexión desde la propia la universidad porque, entre otras políticas, se recomienda no publicar en las revistas de la misma institución, so pena de caer en endogamias. O sea, otro contrasentido, porque la universidad está llamada a generar conocimiento y hacerlo público, y qué mejor escenario que sus propios medios.  

Deja de ser la universidad el espacio de la reflexión pausada, de las dudas que retan al intelecto; el ámbito donde los procesos de educación y aprendizaje se apalancan en la investigación y donde se buscan soluciones para mejorar como sociedad… se convierte en un mausoleo con seres sin vida, tristes, que tienen que publicar, lo que sea, pero publicar.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/maria-antonia-rincon/

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