Una herida en la sociedad

La violencia motivada por el odio sigue siendo una sombra persistente en Colombia. En cada caso se evidencia no solo un ataque contra una persona, sino contra el tejido mismo de la convivencia democrática y la tolerancia. En un país acostumbrado a contabilizar víctimas en disputas entre grupos armados ilegales, es urgente situar en el centro del debate social y político el repudio a este tipo de crímenes. Del mismo modo, resulta imprescindible enfrentar los prejuicios arraigados y las estructuras de poder que, en numerosos contextos, permiten que el odio se exprese sin el peso adecuado de la condena, el castigo y la sanción social.

El asesinato de Sara Millerey González (32 años), quien fue brutalmente golpeada y arrojada a una quebrada en Bello a principios de abril de 2025, es evidencia de este odio. Según la ONG Caribe Afirmativo, se han registrado este año 24 homicidios contra las personas LGBTIQ+ en Colombia y en los que hay indicios de que las víctimas fueron atacadas por su orientación sexual o identidad de género. Cada una de estas muertes violentas constituye un doloroso recordatorio de que los crímenes por transfobia u homofobia constituyen agresiones perpetradas no solo contra individuos, sino también contra comunidades enteras que se definen por su orientación sexual, y/o género.

La proliferación de discursos de odio y la normalización de actitudes excluyentes contribuyen a la aparición de crímenes motivados por prejuicios. Los contenidos que promueven estereotipos negativos y la falta de políticas educativas y culturales que fomenten la empatía y el respeto actúan como caldo de cultivo para la violencia. En Colombia en general resulta imperativo cuestionar las raíces culturales, económicas y políticas que alimentan la exclusión y la intolerancia.

Frente a esta complejidad, el Estado debe asumir un rol protagónico en la protección de los derechos fundamentales. Pueden ser pasos esenciales la implementación de leyes más estrictas, la formación de los organismos de seguridad para orientar sus acciones en prevenir este tipo de violencia, evitar la revictimización y fortalecer el sistema judicial con un enfoque de género. La justicia no solo debe castigar, sino también disuadir a aquellos que pretendan utilizar el arma del odio para imponer su visión del mundo.

La labor de investigar y categorizar estos crímenes debe avanzar hacia una mayor especialización, de modo que el sistema judicial pueda identificar las motivaciones profundas detrás de cada agresión y tratarlas con la gravedad que merecen. Al tipificar estos delitos, es fundamental reconocer su doble dimensión: el daño concreto a la persona y la agresión simbólica contra el colectivo al que pertenece.

Sin embargo, la represión sin una educación transformadora corre el riesgo de resultar insuficiente: mientras no se cuestionen los discursos que justifican la violencia, el ciclo se perpetuará. Las instituciones educativas deben convertirse en el primer frente de batalla contra el prejuicio, fomentando espacios de diálogo y reflexiones críticas. Se trata de forjar una ciudadanía que reconozca en la diversidad una fortaleza esencial para el progreso colectivo. El desafío es arduo, pero cada gesto y cada conversación que rechaza la exclusión contribuye a construir un futuro en el que la igualdad y el respeto sean realidades tangibles, y no solo aspiraciones.

A nivel social, resulta fundamental mantener viva la memoria de quienes han sido víctimas del odio. La memoria histórica también funciona como un faro de advertencia ante los peligros de permitir la intolerancia en nuestra sociedad y de recordar que el rechazo y la discriminación pueden escalar hasta convertirse en violencia letal o en agresiones que dejan secuelas físicas y psicológicas. Lejos de tratarse de hechos aislados, estas situaciones forman parte de un patrón que expone la persistencia de narrativas discriminatorias en una sociedad que, a veces, se cree inmune al radicalismo.

El reto es inmenso y exige la complicidad de todos los sectores: gobiernos, organizaciones no gubernamentales, comunidades y ciudadanos. La implementación de políticas públicas que incluyan iniciativas para promover el diálogo intercultural puede sentar las bases para una transformación social profunda. Sin embargo, ninguna de estas medidas será realmente efectiva si no asumimos, de manera individual y colectiva, la responsabilidad de valorar la dignidad del otro, de derribar los muros de la indiferencia y de cultivar el reconocimiento de la identidad como valor fundamental.

Al fin y al cabo, el combate contra el odio es una empresa común que nos concierne a todos. Solo así, con cada gesto de empatía y cada acto consciente, lograremos derribar las barreras que dividen y alimentan la discordia, abriendo paso a un futuro en el que el respeto y la igualdad sean una realidad palpable.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/cesar-herrera-de-la-hoz/

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