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Camilo Arango

Una democracia producto de la guerra

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La democracia colombiana es de esos fenómenos sociales que resultan difíciles de explicar cuando uno se sienta con un extranjero que no conoce bien el contexto del país, o cuando uno se para en frente de un salón de clase a conversar sobre sus características y rasgos históricos con estudiantes jóvenes que no vivieron la guerra en sus momentos más complejos. Hay voces que, a pesar de un conflicto armado continuado por 60 años, que fue herencia de un periodo de violencia política brutal y que conectó al país con las dinámicas del crimen organizado transnacional alrededor de negocios criminales como el narcotráfico, afirman que se trata de una de las democracias más fuertes de las américas porque no enfrentó grandes periodos de desinstitucionalización o de dictaduras como otros países de américa latina. Todo lo contrario. La colombiana es una democracia construida en medio de la guerra, con las disfuncionalidades que ello representa.

La Comisión de la Verdad abordó este asunto en una de las primeras reflexiones que ofrece en el capítulo de hallazgos y recomendaciones. “La democracia ha sido violenta. Se ha desarrollado más desde las trincheras ideológicas que buscan la destrucción del adversario, que desde el diálogo constructivo (…) a tal punto que se confunde al contradictor ideológico con un enemigo”. La ausencia de paz imposibilitó un adecuado desarrollo de eso que la Comisión define como el sistema de valores y arreglos institucionales que hacen posible la controversia política, como rasgo definitorio de eso que teóricamente conocemos como democracia. La guerra en Colombia ha sido una disputa por el poder político, la democracia, el modelo de Estado, la tenencia de la tierra, el control del territorio y de las rentas.

La consecuencia de una democracia que se desarrolla en esas condiciones no es otra que la pérdida de confianza de sus asociados. El Estado dejó de servir para lo que debía, dijo alguna de las personas que en nombre de la Comisión de la Verdad han estado acompañando la ruta de socialización del informe en las últimas semanas en Medellín, cuando se refería al funcionamiento de los sistemas de justicia, a la provisión de seguridad en los territorios o al rol que jugaron las fuerzas militares en algunos momentos y lugares. Esa desconfianza termina por romper los vínculos necesarios entre estado y ciudadanos, y con ello, afirma el documento, crece el miedo, el odio, la venganza, el señalamiento y la deshumanización. 

El índice de democracia de The Economist ya anunciaba a inicios del año que Colombia se raja en cultura política, y la hipótesis por ellos planteada, es la baja confianza de los ciudadanos en las instituciones públicas. Los colombianos, en un buen número, les perdieron el interés a las reglas del juego democrático, a las normas formales e informales que permiten el adecuado funcionamiento del Estado y sus instituciones, porque el Estado parece haber dejado de servir para lo que se creó, y con ello se ha visto afectada la participación electoral, el control sobre las instituciones, el funcionamiento de los mecanismos de participación ciudadana, entre otros asuntos clave para la democracia. La guerra generó, como bien lo documenta la Comisión, que nuestra democracia se diseñara en medio de la guerra. Ahora el reto para superar la desconfianza comienza por la promoción de la cultura política para el ejercicio de una ciudadanía más activa y participativa. Luego, tendremos que afrontar el reto de hacer confiables nuestras instituciones en el marco del instrumento jurídico que parece haber sido uno de los pocos momentos de la historia reciente del país donde paz y democracia se encontraron, la Constitución de 1991. 

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