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Podría pensarse que llamar museo a las casas de memoria histórica es un contrasentido. Siempre se asocia a los museos con la máxima expresión creativa de la humanidad, en el que se agrupa en un solo espacio el talento del arte en sus diversas versiones. En los museos se rinde homenaje a la mejor versión del ser humano, la sublime forma que encontramos como humanidad para contar nuestra historia.
Pero nos ha tocado también crear museos para no olvidar la barbarie. Qué fragilidad nos ha llevado a que como especie debamos tener un lugar recordando el pasado macabro de las guerras que nos inventamos, con testimonios vivos sobre la muerte, para advertirnos que no lo volvamos a hacer. Los museos de memoria son al tiempo una forma de reconocer, con vergüenza, los errores de la sociedad, y para ello son tributos in memoriam como forma de reparación simbólica a las víctimas, para que sus historias sean re-conocidas cuando en su momento sus voces fueron silenciadas.
Así, en más de 10 países en el mundo se han levantado Museos o Casas de la memoria, después de que bajaron las armas y las mareas de sangre. En últimas, son museos en el que se va a contemplar la inhumanidad.
En Colombia tenemos en varios territorios locales casas de la memoria histórica, algunos en los epicentros de las masacres, como medida reparadora dentro de la implementación de la Ley de Víctimas a partir del año 2011 en las ciudades más golpeadas por el conflicto armado interno. Medellín se había adelantado, creando el propio en 2006. Alimentados por los testimonios, distintos organismos nacionales como el Centro Nacional de Memoria Histórica, la Jurisdicción Especial para la Paz y la Comisión de la Verdad, han realizado análisis de los costos sociales del conflicto en Colombia.
Cuando se ve en perspectiva, lo de Colombia es solo un caso más, entre los más de 51 conflictos que han generado procesos transicionales de comisiones de la verdad. Es un drama planetario.
Pero en medio de nuestro propio museo nacional, deberemos construir un pabellón especial para reivindicar el concepto de feminidad, porque se hace necesario que se reconozca la violencia contra la feminidad en los cuerpos; que ayude entender una de las más crueles formas de violencia: la violencia sexual. Y afirmo contra la feminidad porque fue la feminidad la denigrada, en cuerpos de hombres y mujeres. Los relatos del reciente informe publicado “Hay futuro si hay verdad” de la Comisión de la Verdad, han hecho oficial lo que ya habían revelado los grupos de mujeres y de población LGBTIQ+ sobre el impacto del conflicto en sus cuerpos. No fue solo lo que vieron, sino lo que irrumpió en su espacio más íntimo de carne y hueso. Muchas balas se incrustaron en muchos cuerpos, pero la violencia sexual se ensañó contra las mujeres y la feminidad, les atravesó la dignidad, ese derecho desleído que todavía no se sabe traducir en Colombia.
En ese pabellón del museo, tendría que estar la reivindicación frente al cuerpo de las mujeres y a la interrupción violenta del progresivo ciclo de sus vidas. Los testimonios y reportes entre 1959 y 2020 revelaron la indignante cifra de 15.760 víctimas de violencia sexual en el país, de esos el 61,8 % corresponde a mujeres y el 30,8 % de niñas y adolescentes, sumando un total del 92,6 %. Y se normalizó la toma del cuerpo como forma de demostrar el poder, porque fue el otro territorio individual explotado e invadido en medio del conflicto.
En este pabellón, se deberán resaltar dos recuadros especiales. Uno, para empezar a nombrar y reconocer la violencia obstétrica, a partir de los testimonios sobre abortos y embarazos forzados y con ello, nos deberá incomodar responder cómo ayudar a que el ejercicio de los derechos sexuales y reproductivos se reconozcan como los más humanos de todos los derechos. Y el otro, para reconocer el impacto desmedido contra el cuerpo de las mujeres indígenas, negras, rurales, quienes fueron el botín de guerra preferido y con ello, responder cómo empezar a reconocer la realidad de nuestros territorios y el peso para ellas de tener otras gamas en la piel y otras deidades a quien adorar, para entonces por primera vez empezar a respetarles.
Ese pabellón deberá visibilizar también los diversos cuerpos femeninos y feminizados de hombres quienes por su diversidad sexual o expresión de género diversa fueron violentados por atreverse a perturbar la masculinidad. La violencia contra la población LGBTIQ+ narra las formas en las que se aleccionaba su decisión y se implementaba la violencia sexual correctiva para que entendieran a las malas lo que significa ser hombre o mujer, como si ya este significado estuviera definido.
Cuánto nos tardaremos en reparar como sociedad el impacto de la violencia contra el cuerpo que atraviesa el alma. Cómo tramitaremos la rabia que generó en las víctimas y en sus familias el haber vivido tanto dolor. Cómo procesaremos la impotencia de quienes fuimos testigos y nos enteramos de la complicidad amañada y negligencia de quienes ostentaron el poder. Tenemos que solidarizarnos con sus historias, porque ignorar lo que pasó también es otra forma de violencia. El dolor debe ser colectivo para que no se nos ocurra ni justificar ni repetir lo vivido y, en definitiva, para que no surjan más pabellones en el museo de la memoria nacional.